¿Pa’ qué?
México ha decidido mantener su candidatura (presentada por la administración anterior) a un puesto no permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para el bienio 2009-2010. Las elecciones serán en el otoño de 2008 en la Asamblea General. Para esa vacante que le corresponde al grupo latinoamericano y caribeño no hay hasta ahora otra candidatura que la mexicana.
Soy un creyente en el multilateralismo. En los foros internacionales una nación como la nuestra puede actuar con cierta independencia y acreditarse como un país más o menos serio. La ONU nos ha ofrecido un espacio que hemos sabido aprovechar, cuando menos en ciertas épocas y de la mano de algunos individuos.
Piensen en los temas económicos o en la agenda de descolonización. Recordemos, entre muchos otros, a Daniel Cosío Villegas y la calidad de los integrantes de su delegación a las reuniones del ECOSOC (Consejo Económico y Social de Naciones Unidas), hace ya medio siglo. Por esas mismas fechas se escuchaba con atención la voz de Eduardo Espinosa y Prieto en los debates sobre el colonialismo. En materia de desarme la política de México también fue reconocida y respetada internacionalmente.
Pero todo ha sido en función del campo en que jugamos, es decir, la cancha multilateral. Cuando bilateralmente más nos apretaban –y las presiones no sólo venían de Washington– nos escudábamos en los organismos internacionales para sentirnos más o menos independientes. Y creo que lo conseguimos con cierto éxito. Un ejemplo: la organización World Federalists, que propugna un gobierno mundial basado en valores universales, estudia el patrón de voto de los miembros de la ONU en la Asamblea General de la organización. Califica el comportamiento de las naciones en el foro más representativo de la comunidad internacional. Invariablemente nuestro país ha figurado entre los que han obtenido las mejores notas.
Tradicionalmente México ha favorecido a la Asamblea General por encima del Consejo de Seguridad de la ONU. La razón es muy sencilla. En 1946 fuimos, junto con Brasil, el candidato natural para ocupar uno de los dos puestos asignados a Latinoamérica. La experiencia no fue buena. El margen de maniobra en un órgano de composición tan restringida y tan dominado por las llamadas grandes potencias convenció a no pocos funcionarios de la Secretaría de Relaciones Exteriores que deberíamos privilegiar nuestra participación en la Asamblea.
Nos ausentamos del Consejo de Seguridad hasta el bienio 1980-1981. Luego volvimos en 2002-2003. En ambos casos el canciller que promovió nuestra participación se apellida Castañeda. En 1980 llegamos al Consejo por accidente. Colombia y Cuba se habían enfrascado en una prolongada contienda electoral que, a la postre, ambos reconocieron que no podrían ganar y acordaron retirarse a favor de México. El gobierno de José López Portillo tuvo que decidir si aceptaba el ofrecimiento. El canciller Jorge Castañeda opinó que sí y, pese a la resistencia de Manuel Tello Macías, su subsecretario para asuntos multilaterales, entramos al Consejo por primera vez desde 1946. En ese mismo lapso Brasil había sido miembro en cinco ocasiones (10 años).
Castañeda argumentó que México tenía ya un peso específico en el orden mundial y podía y debía asumir responsabilidades como las que conlleva la participación en el Consejo de Seguridad. Para su fortuna el primer caso importante que tuvimos que enfrentar en ese enero de 1980 fue la invasión soviética a Afganistán. Ahí no hubo roce alguno con nuestro vecino. Los habría en otros temas como el Medio Oriente y África meridional.
En el bienio 1980-1981 el Consejo logró aprobar 38 resoluciones Se registraron 19 vetos: siete de Estados Unidos, cuatro de Francia, otros cuatro de Reino Unido, tres de la Unión Soviética y uno de China. Fueron años de mucho brinco en el Consejo, sobre todo en 1981, el primero de la administración de Ronald Reagan.
Muy distinto fue el ambiente en el Consejo en el bienio 2002-2003. En esos dos años aprobó 135 resoluciones y hubo sólo cuatro vetos, todos ellos de Estados Unidos. El peso de éste parecía incontenible hasta que en marzo de 2003 no logró los nueve votos necesarios para que el Consejo respaldara su aventura en Irak. Alemania y Francia le negaron el apoyo y otros países, incluyendo el nuestro, hicieron lo mismo. No obstante, junto con Londres, Washington invadió a Irak. La postura adoptada por el presidente Vicente Fox en vísperas de esa invasión quizás haya sido el mejor momento de México en el Consejo. El peor fue en julio de 2002.
Son contadas las ocasiones en que los miembros no permanentes del Consejo de Seguridad pueden actuar correctamente y distinguirse de los demás. Una de esas oportunidades nos llegó en julio de 2002. Recién entrado en vigor el Estatuto de la Corte Penal Internacional (CPI), Estados Unidos pidió al Consejo, conforme a una disposición del propio Estatuto, que el mismo no se aplicara a sus nacionales. Franceses, británicos y muchos otros proponentes de la CPI –anhelo secular por fin conseguido– montaron en cólera, pero muy pronto se calmaron y decidieron presentar un proyecto de resolución que suspendía la aplicación del Estatuto por un año y para todos los nacionales de estados no parte en el Estatuto. Como subsecretario encargado de la ONU y con el apoyo de nuestro representante ante el Consejo y todos los funcionarios de la secretaría que tenían que ver en el asunto, insistí en que votáramos en contra de semejante propuesta burlesca. El canciller Jorge G. Castañeda no aceptó mi sugerencia. No quería hacer enojar a Washington. Poco después presenté mi renuncia.
En diciembre de 2000, cuando Jorge G. Castañeda me preguntó qué me parecía nuestra candidatura al Consejo de Seguridad, le contesté lo mismo que le había dicho a su padre dos décadas antes: bien, siempre y cuando hagamos un papel decoroso. En 2002-2003 no lo hicimos.