Usted está aquí: domingo 16 de septiembre de 2007 Opinión A la mitad del foro

A la mitad del foro

León García Soler

Hora de la hipérbole

En lugar de Grito, clamor vocinglero donde resuena el eco de la voz del pueblo que año con año llega voluntaria, alegremente, al Zócalo de la capital de la República a festejar la libertad y gritar vivas a México y a la Independencia. Hay trazos de imaginarias trincheras, alardes de espacios tomados y tres pistas montadas para que en vísperas del bicentenario escuchen los mexicanos “el grito de los libres”, el de la intimidad en el Salón de Cabildos del Distrito Federal, y el que se dará desde el balcón central de Palacio Nacional.

A estas horas desconozco el resultado del festín hiperbólico, contrapunto del combate retórico de la hinchazón por la aprobación de las reformas constitucionales a los artículos 6, 41, 85, 99, 108, 116 y 122; adiciona el artículo 134 y deroga el tercer párrafo del artículo 97 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Pero estoy seguro que hubo Grito y resonó la campana de Dolores, que ondeó la bandera tricolor. A pesar del daltonismo y desmemoria del secretario de Gobernación que puso tinte islámico a la religiosidad trigarante.

La indignación de los dueños del dinero en el desencuentro con las comisiones senatoriales y la indignación fantasiosa del manifiesto de la CIRT que demanda un referéndum, “sin participación alguna de la partidocracia”, no impidieron la aprobación de la reforma en el Senado, en la Cámara de Diputados: se envió la minuta a los congresos locales de los 31 estados y a la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.

Entre los muchos y distinguidos asesores y consejeros, abogados y voceros de los concesionarios de la radio y la televisión, alguno debió haberles recomendado la lectura de Maquiavelo. Cuando menos la moraleja sobre el castigo de Perseo, rey de Macedonia, al amigo que le enumeraba sus errores cuando huían después de sufrir la derrota a manos del ejército romano: “¡Traidor, así que has esperado a decírmelo hasta que no tengo remedio!”. Y lo mató por haber callado cuando debía hablar y por haber hablado cuando debía callar. Pero el florentino que liberó de lo teocrático a la razón de Estado supo combinar la osadía y la modestia de tal modo que sabía cómo callar cuando debería hablar y cómo hablar cuando debería callar. (Prefacio de “Maquiavelo y los principios de la política moderna”, de Harvey C. Mansfield Jr.)

Valió la pena el espectáculo de la hora de la hipérbole. Los senadores recibieron en comisiones a los concesionarios y directivos de la CIRT: audiencia in extremis para evitar cargos de actuar en la sombra y legislar en secreto. Los invitados cedieron a la obsesión fundacional y montaron la primera cadena nacional voluntaria: todo el poder a los ratings. Alguno habló de sovietización. Otro acusó a los partidos de ser dueños de todo y de aprobar la reforma en ausencia del Presidente de la República. Los que alabaron el final del presidencialismo omnímodo y del partido hegemónico, volvieron a ser ranas pidiendo rey. A mí nadie me ha regalado nada, amplificó Pedro Ferriz de Con. Y un sombrío fantasma recorrió el salón, mientras aplaudían el remedo de filípica, gran lanzazo a moro muerto, canto del gallo que negaba al ogro filantrópico.

Manlio Fabio Beltrones habló de un cambio por la calidad de la democracia, “al permitir que sean los votos, sólo los votos, y no el dinero, lo que cuente y se cuente”. Pero ante la furia hiperbólica de quienes se erigían en defensores de la libertad de expresión y confrontaban las facultades expresas de los legisladores con la fuerza del poder mediático, del dinero, el de Sonora endurecería la respuesta: podrán doblar a uno o varios legisladores, pero no podrán quebrar al Estado.

De eso se trata, del precipitado choque del poder del dinero y el poder constituido. Desde que se instauró el sistema plural de partidos, el IFE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, se resolvió financiar con recursos del erario a los partidos, los procesos electorales y las campañas políticas. Los medios escritos y electrónicos han denunciado, con hiperbólica indignación ciudadana, lo caro que nos cuestan la democracia, las campañas y, sobre todo, los partidos políticos. Día tras día. Repetido hasta el nanosegundo previo a la decisión de aprobar la reforma, reducir el tiempo de las campañas y prohibir la contratación de propaganda política en los medios electrónicos.

Carlos Navarrete, coordinador del PRD en el Senado, confesó que todos, sin excepción, habían acudido a las puertas traseras de las televisoras a suplicar y pagar para aparecer en pantalla; ante un poder real, “capaz de poner de rodillas a partidos, a candidatos, a legisladores”. Se pusieron de pie. La sumisa abyección duró hasta que los del cetro electrónico dejaron ver que ambicionaban mucho más que altas utilidades para sus empresas: del partido que fuese, el vencedor debía acudir al ágora electrónica con humildad de peregrino tocado por la gracia del poder mediático que da y quita en vivo y en directo: portento de instantaneidad que ofrece el don de la ubicuidad.

Es la hora de la hipérbole. En el desencuentro hubo atinada reclamación a cargo de Joaquín López Doriga, por un párrafo en el que asomaba la amenaza de censura, de impedir señalamientos críticos, o en desdoro de candidatos o partidos en campaña. El desliz ya había sido corregido. Jesús Murillo Karam afiló el lápiz y Ricardo Monreal dio cumplida respuesta. Pero la soberbia de los poderosos que impusieron un gobierno gerencial y pusieron de rodillas a la clase política no reconoce límites a su propio poder, así se reduzca a la tozudez de imponer que las palabras quieren decir lo que ellos quieren que quieran decir. Humpty Dumpty se cayó del muro.

La renovación de los consejeros del IFE no era el motivo ni el objetivo de la reforma. Queda, sin embargo, la suspicacia. No en balde retó uno de los concesionarios a un sondeo popular para medir la credibilidad de partidos y comunicadores.

Pero no estamos ante la tradición que culpa al mensajero, sino ante la borbónica soberbia de quienes fingieron olvidar que la televisión y la radio son un bien público: pertenecen al pueblo al que representan los legisladores. El poder constituido, el gobierno, otorga la concesión o permiso para “el uso de ese bien público” y está obligado a regularlo, con absoluto respeto a la libertad de expresión y todos los derechos que la norma otorga.

El implacable cursillo constitucional esbozado en el párrafo anterior estuvo a cargo de Pablo Gómez. Al concluir aconsejaría a los encrespados dueños del dinero que meditaran seriamente y se preguntaran qué motivó el desusado acuerdo del PAN, el PRI y el PRD para aprobar la reforma electoral (110 votos a favor, 11 en contra en el Senado; 408 a favor, 33 en contra, 9 abstenciones en la Cámara de Diputados).

Santiago Creel había puesto énfasis en “más Constitución, menos televisión”. Pero las cúpulas empresariales demandaron el imposible referéndum. Y han decidido “ejercer presión” en los congresos locales para echar atrás las reformas. Hay gobernadores despistados o atemorizados por los esqueletos en el clóset, que fingen demencia y hablan de consultas públicas.

Siempre ha habido un Grito en cada plaza. Anoche lo hubo en el Zócalo. Hoy desfila el Ejército. Ausente el otro poder real: el cardenal Rivera no celebró misa en Catedral.

Es la hora de la hipérbole.

 
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