Eje Central
Papel picado
Guirnaldas de colores: Durante las dos primeras semanas de septiembre las calles del barrio parecían menos áridas y miserables gracias a los adornos tricolores que disimulaban las cuarteaduras de las paredes y las puertas desvencijadas de las casas. En las ventanas donde las mujeres ponían a secar la ropa iban apareciendo el Padre de la Patria, doña Josefa Ortiz de Domínguez, Morelos y los Niños Héroes comprados por metro en las papelerías; en los tiestos llenos de plantas marchitas brotaban los rehiletes y las banderas como una milagrosa floración de otoño.
A excepción de don José, el español propietario del molino de nixtamal, todos los comerciantes del barrio se reu-nían en asamblea para decidir con qué adornos iban a embellecer sus establecimientos. Las conversaciones se prolongaban durante horas. Eran sólo un pretexto para comer y beber, porque al final siempre optaban por el mismo decorado: guirnaldas de papel de China.
En septiembre las calles del barrio adquirían un ambiente carnavalesco. Por las rutas hacia las escuelas transitaban los niños que iban a participar en los festivales organizados con motivo de las fiestas patrias. Sotanas, pelucas, chalinas, paliacates, peinetas y kepís los convertían en hidalgos, josefinas, morelos y cadetes heroicos dispuestos al sacrificio por la libertad.
En las esquinas se estacionaban los vendedores de matracas, cohetes, chinampinas y caballitos de cartón. Venidos de los municipios y de otros estados, aquellos artesanos procuraban atraer clientela pintándose en la cara cejas y bigotes negrísimos. El maquillaje confundía dos hechos históricos –la Independencia y la Revolución– sin que a nadie le preocupara enmendar el error. Lo único importante era saber quiénes y cómo irían al Zócalo para asistir a la ceremonia del Grito.
Una incógnita flotaba en el aire: ¿llovería la noche del 15? Develar el misterio les brindaba a los viejos la oportunidad de referir sus aventuras de años remotos en un Zócalo con olor a fritanga, vestido de luces, tapizado de confeti, repleto de celebrantes dispuestos a enfrentar el peligro de los huevos rellenos de harina o de agua pintada, los puños de confeti arrojados con malicia, los buscapiés y los borrachos dispuestos a defender su idea de que “como México no hay dos”.
Tristes memorias: En medio de aquella atmósfera alegre y tricolor nunca faltaba quien se sintiera obligado a recordar ciertas historias trágicas, como la de Nicasio y Trinidad:
“Un 15 de septiembre, para celebrar la Independencia y el cuarto aniversario de su hija Divina, Nicasio y Trinidad fueron al Zócalo. Entre la multitud que atestaba la plaza su niña se extravió. Ninguno de los dos pudo sobreponerse a la pérdida: Nicasio se arrojó a las vías del tren y su mujer fue conducida a un hospital siquiátrico”. Se ignoraba si la desdichada había muerto o continuaba con vida, pero el recuerdo de su voz clamando por su hija reaparecía en el barrio cada mes de septiembre.
Por esas mismas fechas también se contaba la historia de José:
“El muchacho tenía dos prestigios: el de ser muy afortunado con las mujeres y magistral cohetero. Para colaborar con las fiestas patrias hacía castillos y se los regalaba a los vecinos para que se divirtieran quemándolos en la explanada de la parroquia.
“Un 15 de septiembre, cuando estaba a punto de salir de su taller con sus juegos pirotécnicos, alguien –tal vez un marido celoso o una novia despechada– arrojó al interior de su taller una vela encendida. El estruendo fue ensordecedor, las llamas pavorosas: nada en comparación con los gritos de José cuando salió de entre los escombros envuelto en el fuego.
“Nadie se imaginó que sobreviviría al accidente, pero tras una larga temporada en el hospital, José regresó al barrio. Tullido, abandonó su oficio y vivió de la caridad de los vecinos; deforme, renunció a la luz del día y se convirtió en otra sombra de la noche.”
De todas las historias de septiembre, la que más público atraía era la de Leonor:
“No conocimos a sus padres. Llegó a vivir aquí muy niña, acompañada por su abuela Jacinta, que hacía dulces para venderlos por la ventana de su casa. Leonor era muy bella y doña Chinta no le permitía arreglarse ni salir sola. En opinión de las malas lenguas, con esa vigilancia tan estricta la mujer pensaba evitar que la niña fuera seducida, como seguramente había ocurrido con su hija.
“La única ocasión en que su abuela permitía a Leonor mostrar su belleza era el 15 de septiembre. Desde la tarde la muchacha aparecía adornada con moños y collares, y vestida con un zagalejo esplendoroso y lo guardaba junto con su belleza.
“Una mañana nos extrañó que Leonor apareciera sola en la calle: acababa de encontrar a su abuela muerta y no sabía qué hacer. Entre todos la ayudamos con los trámites del entierro al que, por cierto, Leonor asistió vestida con su zagalejo. Nunca más se lo quitó. Envejecieron juntos en la soledad y juntos fueron enterrados.”
Fin de fiesta
Pasado el 15 de septiembre el barrio recuperaba su aridez y su ritmo habituales. Los vendedores desaparecían de las esquinas, las guirnaldas iban perdiendo color y capacidad para ocultar las grietas. En los tiestos las banderas y los rehiletes húmedos se marchitaron. En las ventanas, el Padre de la Patria, doña Josefa, Morelos y los Niños Héroes comprados por metro en las papelerías empezaban a desprenderse húmedos de lluvia, como si estuvieran dispuestos a un nuevo sacrificio.
Las historias trágicas de cada septiembre quedaban sepultadas en el olvido: el mismo sitio en que Divina, José y Leonor esperarían la llegada de otras fiestas patrias.