Ciudad Perdida
Juntos, pero no revueltos
La fiesta VIP de Los Pinos
Vigilancia devino intimidación
La podríamos definir como la historia del Zócalo de la noche triste, más que por sus connotaciones históricas, por el hurto despreciable que se hizo de uno de los momentos de mayor libertad de un pueblo, que cuando menos los 15 de septiembre de cada año, se toma un pedazo de la noche para sentirse libre de gritar, libre de juguetear en el corazón de los poderes, sin mayor consecuencia en su contra, libre, en fin, de ser feliz por ser mexicano.
Primero les robaron su espacio, ese que les habían dicho que era de todos. Lo llenaron de barreras que les impedían el libre tránsito. Lo seccionaron para demostrarles que no todo el pueblo es pueblo, que de las vallas para allá, son unos, y de las vallas para acá, otros. Una semana antes se había dado la advertencia, cuando los artefactos de metal que harían la división aparecieron frente a Palacio Nacional.
Entonces descubrieron que el Zócalo que les aseguraron era de todos, no sería para ellos, y que habrían de conformarse con el pedazo que les dejaran, si acaso. No podían imaginar que los obligarían a concentrarse en el lado poniente de la plaza mayor de México, es decir, al fondo del Zócalo, si es que ponemos el Palacio Nacional como cabeza, pero se conformaron porque estaban seguros que sus pulmones, pese al esmog, tendrían la fuerza necesaria para que su grito, el de los libres, llegara hasta el balcón central, pero les robaron la voz.
En la jugarreta de la mentira, lo importante es ocultar lo cierto: la realidad, y para eso los panistas son únicos, dispusieron de altavoces, las más grandes, las más potentes, para acallar la voz de la gente, para silenciar la protesta esperada, para enmudecerlos. Ruido, mucho ruido. Que todos queden sordos antes que lastimar con las voces de la inconformidad, los oídos de quienes decidieron que el ruido es mejor que mil palabras.
Y se hizo el ruido, un estruendo sin sentido que rompía, tal vez para siempre, la comunicación casi sagrada que durante casi 200 años se dio entre el balcón central y la gente. A la arenga de Felipe Calderón sólo respondería el eco del ruido, que desarticulado y caótico, produce el más temible de los silencios. Les habían robado la voz, el derecho a gritar, eso que aquellos tanto reclaman: la libre expresión. Pero a final de cuentas era 15 en la noche y era un deber estar felices, pero les robaron la felicidad.
De pronto se dieron cuenta de que como nunca estaban vigilados por cientos, miles de ojos que los acechaban, ojos incrustados en esas cabezas semirrapadas que parecían aguardar cautelosamente el momento preciso del ataque. La vigilancia ahora se convirtió en acciones intimidatorias. La plaza se llenó de restricciones, de reglas no acostumbradas, de miedos que asesinaron el contento, la felicidad.
La mitad del Zócalo, tal vez más, oscurecido para no mostrar sus oquedades, se quedó vacío. Los del otro lado de las vallas, mudos, sordos y ciegos, esperaron las once de la noche con la única esperanza de que su rostro saliera en la tele, pero ni ese gusto consiguieron. Las cámara mostraron pequeños grupos amorfos de bocas cerradas y brazos caídos.
Eran esas cámaras siempre cómplices, que una y otra vez iban y venían a la bandera, al balcón central, a los fuegos artificiales, a este y a otro estado de la República donde la gente se veía gozosa, y a veces, breves tomas sobre el Zócalo ensombrecido, que aún en sus tinieblas dejaba entrever amplios vacíos.
Como nunca, la noche se tornó triste en el Zócalo a las once de la noche. Unos minutos antes Los libres habían gritado sus consignas, y después abandonaron el lugar que no les habían podido robar. De cualquier modo, al final de la noche, supieron que los otros podían robarles casi todo, pero como siempre su dignidad, salió ilesa.
Y luego quedó la pregunta que nadie quiso responder. ¿Valió la pena tanto hurto? ¿Tanta necedad? Ya vendrán mejores tiempos, aseguró con coraje uno que antes de la una de la mañana llegó a un antro de la Condesa, para empezar el festejo.