Usted está aquí: sábado 22 de septiembre de 2007 Política Confucio y el 17 Congreso del Partido Comunista Chino

Edgardo Bermejo Mora*

Confucio y el 17 Congreso del Partido Comunista Chino

En la novela Los conquistadores, uno de los documentos literarios más estimulantes escritos en el siglo XX a propósito del temperamento revolucionario que enfebreció a la centuria, André Malraux pone en boca del viejo Cheng Dai esta sentencia perturbadora: “China se ha apoderado siempre de sus vencedores. Lentamente, es verdad, pero siempre”. Lo mismo podría decirse de su mentor más antiguo y poderoso: el sabio Confucio, que a la vuelta de 25 siglos ha terminado por imponerse a todo aquello que se le ha puesto por enfrente: desde la penetración budista en China, que por muchos siglos proyectó una sombra sobre el viejo maestro, hasta las últimas olas del pensamiento moderno occidental, con Marx y Engels a la cabeza.

Es ya una certeza compartida que en el horizonte ideológico de la cuarta y quinta generación de dirigentes comunistas chinos –que habrán de consolidar su hegemonía en el 17 Congreso Nacional del partido, el próximo mes de octubre– no son Marx o Lenin, como tampoco Mao Zedong, las figuras tutelares en el nuevo canon dialéctico que aspira a modernizar desde la tradición. En su lugar reaparece el viejo sabio de Qufu, a quien se le ha reivindicado en el último lustro con tal fuerza que se podría acuñar un nuevo y abigarrado istmo para el siglo XXI chino: el marxismo-confucianismo de corte liberal.

Se confirman entonces las palabras proféticas del personaje de Malraux: la historia reciente del gigante asiático revela que China, y junto con ella el viejo Confucio, tarde o temprano terminarán por imponerse a sus vencedores.

Desde hace apenas un lustro la nueva ola confuciana que domina en la dirigencia comunista china consintió que en el viejo templo de Confucio de Pekín –que sobrevivió milagrosamente al vandalismo de las brigadas rojas durante la Revolución Cultural– se celebre cada año una ceremonia de gran pompa en el natalicio del más longevo padre de la patria y auténtico “timonel” de la nación.

No es un hecho menor. Se trata de la silenciosa pero inequívoca reinstalación del gran maestro imperial luego de su prolongada marginación del aparato ideológico del gobierno comunista. Nadie como él ha logrado la hazaña de dominar por el espacio de dos milenios y cinco siglos el horizonte intelectual, político y espiritual de una civilización. ¿Cuánto tiempo pasará para que Confucio desplace a Mao en el santoral cívico de China? En realidad muchos de los rasgos que hoy adopta esa combinación de paternalismo estatal y capitalismo salvaje que es China llevan en sus entrañas el sello milenario de Confucio. Asistimos, pues, a su discreta, pero indudable reinstalación como el padre del pensamiento político y filosófico chino de todos los tiempos. El viejo sabio sobrevive en el imaginario ritual y moral de los chinos, a contracorriente de su pretendido laicismo republicano y marxista.

Confucio ha regresado. Atrás quedó su admonición y la propaganda de medio pelo que lo redujo a la condición de pensador reaccionario. Se le venera en los templos –que no lo son en el estricto sentido religioso de la palabra–; reaparece en las escuelas y en los libros de texto, en la televisión y hasta en los productos medicinales. Acaso no se pronuncie su nombre en la retórica oficial del día a día, pero es una referencia constante en la construcción múltiple de la nueva identidad china; como está presente también en la bibliografía de las escuelas de cuadros del partido, donde acaso por inercia todavía se recitan los antiguos sutras marxistas en combinación con la bibliografía atroz de los gurús occidentales de la filosofía gerencial, o los manuales de éxito y autoayuda al estilo Cornejo. En medio de este palimpsesto en el que se adoctrinan los nuevos dirigentes chinos, Confucio perdura y se renueva: ahí está el dato principal a la hora de repensar la China contemporánea.

Cuando en las postrimerías de la última dinastía se suprimió el sistema tradicional de exámenes imperiales –de inspiración confuciana–, el viejo mentor emigró protegido entre las valijas de la diáspora china que se dispersó por el mundo, especialmente en el sureste asiático. En la segunda década del siglo XX el célebre filósofo Kang Youwei propuso salvar a China de la decadencia nombrando una nueva dinastía imperial, cuya cabeza debería ser un descendiente de Confucio. Así de grande el legado moral de este apellido y lo que de él se esperaba.

El confucianismo demostró su pericia en los sitios donde sobrevivió como ideología oficial en la segunda mitad del siglo XX. Es por ello que hoy los chinos continentales reconocen que parte de la consabida prosperidad de lugares como Singapur, Hong Kong y Taiwán, algo por lo menos le debe a Confucio y su impronta milenaria, y es por ello también que cada vez es más difícil ocultar los propios rasgos confucianos de la China comunista en su etapa de apertura al mundo y despegue económico acelerado, entre los que cabe destacar la posibilidad de pena de muerte por casos de alta corrupción, o la injerencia del Estado en prácticamente todos los medios de comunicación del país.

El rastro de los Kong –tal es el apellido del gran maestro al que en Occidente se le rebautizó como Confucio– se prolonga por 80 generaciones. Hoy día en su pueblo natal de la provincia de Shandong, por lo menos 50 mil Kong se adjudican la herencia sanguínea del sabio, misma que disputan con los Kong de Taiwán, que huyeron a la isla en 1949, toda vez que con ellos huyó también el hasta entonces considerado heredero legítimo, es decir, el hijo primogénito de la 77 generación de la familia Kong. La de los comunistas, en cambio, es una saga que apenas llega a las cuatro generaciones. No obstante, en menos de un siglo han comprendido que prescindir de Confucio a la hora de gobernar al gigante chino entraña un estado de orfandad insostenible.

* Agregado cultural de la embajada de México en China

 
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