Eje Central
Fideo seco
Llevo tres años en esta esquina atendiendo mi negocio de comida. Me ha tocado ver a muchos hombres salir despedidos de la fábrica. Antes, en su último día de trabajo, sus compañeros les disparaban la comida: un molito, unos bisteces sancochados, unas flautas; ahora ni siquiera los acompañan a la puerta: temen que sus jefes sospechen que conspiran y los liquiden también.
Los que se van, especialmente quienes llevan mucho tiempo en La Luminosa, jalados por la fuerza de la costumbre siguen frecuentando el rumbo. Se acercan y me preguntan qué hay de nuevo, cómo va mi salud y leen el periódico mientras llega la hora de que sus ex compañeros salgan a comer.
Les da gusto verse. Recuerdan las hazañas compartidas, el día en que formaron su equipo de futbol; repiten los chistes de siempre, pero el ambiente ya no es el mismo: el que se fue, por más que haga la lucha, ya no encaja en el grupo.
Para mí el peor momento es cuando suena la chicharra. Los obreros terminan rápido su comida porque los espera su chamba. Para disimular el dolor de no ser uno de ellos, el desempleado en turno les hace bromas, los califica de matados y bueyes, les dice que el trabajo lo hizo Dios como castigo. Pero nadie responde a sus provocaciones.
Triste como un niño al que le arrebataron sus juguetes, el desempleado se queda conmigo unos minutos y luego me dice que, ¡caray, es tardísimo!, apenas le da tiempo para llegar a la cita con el compadre, el primo, el sobrino, el amigo que prometió presentarlo con alguien que le dará trabajo.
¿Le mentirán también a sus mujeres cuando ellas les pregunten dónde pasaron la mañana? Supongo que sí. Les dirán cualquier cosa menos que volvieron a la fábrica para sentirse como antes, cuando protestaban por las arbitrariedades de los patrones y los abusos de los líderes: cuando eran felices.
II
Los lunes se me carga más el trabajo y para colmo es cuando vienen todos los desempleados: es el día en que puede haber contrataciones eventuales. Llegan desde las siete de la mañana, cuando apenas estoy acomodando las ollas y los platos. Me conocen, saben que me pongo nerviosa si me estorban y se alejan hasta la pared mientras esperan a que les sirva su cafecito y les prepare mientras sus guajolotas.
Me preguntan por el menú del día y recuerdan que en sus tiempos de obreros se ilusionaban de pensar que a la hora del almuerzo saldrían a comer mis tacos de fideo seco que, según ellos, son únicos.
Cuando los veo asoleándose recargados en la pared, me parecen condenados a muerte que esperan el indulto o el tiro de gracia. Por eso los consiento y finjo compartir sus esperanzas de que segurito los llamarán esta semana –no recuerdan que me dijeron lo mismo hace tres, cuatro meses– y que al fin encontrarán un empleo donde al jefe de personal no le importe la edad que tengan porque valora su experiencia.
Mientras conversan, los desempleados no apartan la mirada de la fábrica. Supongo que imaginan la actividad que hay en las naves, el estruendo de las máquinas, el olor de los solventes, el ruido de las carretillas, el agua corriendo en el baño y, al fondo, la radio que Daniel mantiene encendida todo el tiempo.
Daniel anda por los 50 años y sus compañeros lo llaman Cascarita. Ha dejado en la fábrica más de la mitad de su vida y algo de su cuerpo: dos falanges de la mano derecha, el pabellón de la oreja izquierda, un diente, la piel de sus rodillas. Tiene bien puesta la camiseta y asegura que todo se lo debe a La Luminosa y seguirá debiéndoselo después de que lo liquiden –“toco madera”–, porque saldrá a las calles y exhibirá sus mutilaciones a cambio de unas cuantas monedas. No tendrá necesidad de venir a pararse junto a mi negocio para llenar su tiempo hablándome de sus años en la fábrica.
A las doce y media los obreros salen a comer. Los desempleados van a su encuentro, los llaman por sus nombres o sus apodos y les preguntan por qué este lunes no hubo contrataciones eventuales. Las respuestas no cambian: “La situación está cada vez más difícil: acaban de quitarnos las horas extras y el servicio médico; de seguro se viene otro recorte de personal”. Para demostrar que no mienten, dicen lo que han oído: “El siguiente en salir es Cascarita”.
En son de broma, los desempleados afirman que envidian a Daniel porque tiene trabajo y un seguro de vida –sus mutilaciones–, mientras ellos sólo cuentan con su experiencia inutilizada, sus deseos de echarle ganas y el ansia de experimentar otra vez lo que se siente el día de raya.
Suena la chicharra, hora de volver al trabajo. Los desempleados se acercan a los obreros que aún son sus amigos y les piden que les hagan el paro, que les echen la mano, que les presten una lana para irla pasando. La mayoría no consigue el préstamo porque “ya me debes mucho y yo también ando frito”.
Cuando los trabajadores desaparecen tras las puertas de La Luminosa los desempleados enrollan sus periódicos y se los meten en el bolsillo posterior del pantalón, se frotan los brazos, lanzan prolongados bostezos. Tantas horas parados les produjeron cansancio, sueño, tedio, ganas de tirarse por allí con una mujer que no sea la suya, que no les haga preguntas ni les pida dinero.
Al fin se despiden. Me aseguran que como mis guisados no hay dos; es lo único que realmente extrañan desde que los echaron de La Luminosa; que no saben cuándo regresarán. Me dejan sus teléfonos para que los llame en caso de que se reanuden las contrataciones eventuales.
Los veo alejarse en grupo, hacerse travesuras como si fueran estudiantes, decirles piropos a las muchachas que pasan, separarse en la esquina y antes de tomar por su rumbo o subirse a la micro, lanzarle una última mirada a la fábrica.
III
A las cuatro de la tarde ya no me queda nada de comida y me pongo a levantar mis cosas. El gusto de que voy a ver a mi hija Citlalli se me amarga al pensar en que quizás encontraré a Mauro en la casa. Ya va para tres años sin trabajo –el mismo tiempo que llevo con mi negocio–, y a como están las cosas dudo que encuentre alguno. De por sí ya no es joven, acaba de cumplir 38 años, pero como se ha dejado tanto se ve mucho mayor. Por desgracia hoy en día cuentan más la juventud y la apariencia que los conocimientos.
Mauro sabe mucho de máquinas de coser. Le entiende a cualquiera, hasta a la más complicada de doce cabezas, pero ¿de qué le sirve si no lo ocupan? Y como ya ni la lucha le hace, pues menos. Para mí eso es lo peor de todo: verlo derrotado, apático, dando vueltas a lo tonto. Me gustaría que reaccionara no sólo por él mismo, sino también por nosotros como pareja.
Andamos mal, peleamos. Se disgusta porque no quiero hacer el amor. Le explico el motivo: termino muerta de cansancio. Él lo interpreta como un reproche y me insulta, me acusa de que ando con otros y dice que no va a soportar que lo ponga en ridículo nada más porque lo mantengo. Le respondo que si tanto le afecta la situación pues que salga a buscar chamba de lo que sea.
Le he propuesto que trabaje conmigo y me sale con que primero muerto que “gato de una pinche fondera”. Cuando lo oigo decir eso no puedo controlarme y le echo en cara lo que no quería: “Mejor ser fondera que huevón mantenido”. El pleito siempre termina igual: Mauro intenta golpearme, lo amenazo con lo que tenga a mano y él acaba por hacerme una rompedera de platos y largarse. Cuando vuelve, si es que lo hace, regresa ebrio y otra vez arma el escándalo.
He llegado a pensar en que tal vez nuestras cosas se arreglen si cierro mi negocio y vuelvo a depender de Mauro: eso lo haría sentirse fuerte, seguro. Citlalli, que ya está acostumbrada a nuestros pleitos, opina que no cometa esa locura y mejor me divorcie de Mauro, al fin que él ya no sirve como padre ni como marido. Me disgusta muchísimo que mi hija diga estas cosas y le recuerdo lo que me enseñaron sus abuelos: “El matrimonio es para toda la vida, en las buenas y en las malas”. Citlalli se burla, dice que me ahorre los consejos porque ni loca piensa casarse. No quiere que su vida sea como la que llevamos Mauro y yo: un infierno.
Al otro día, aunque esté muy intranquila por Citlalli y porque Mauro no regresó en toda la noche, me voy a vender mis guisos frente a La Luminosa.
Oyendo los problemas de mis desempleados olvido los míos y hasta me hago las ilusiones de que esos hombres son menos infelices cuando prueban mis tacos de fideo seco.