Con su personaje emblemático, Monsieur Bip, sintetizó en gestos la creación del mundo
Marcel Marceau dejó su última máscara; murió a los 84 años
Su arte sintetizó la pantomima, el teatro kabuki, la comedia del arte y la danza katakhali
Mantuvo una relación de cercanía con México, donde se presentó en muchas ocasiones
Ampliar la imagen Como parte de su gira de despedida, Marcel Marceau se presentó en el teatro Emilio Rabasa, de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 2002 Foto: Víctor Camacho
Sus manos como flamas desvendaron las heridas con una sonrisa blanca, acariciaron una flor que tiembla, hicieron aparecer objetos apretando un botón blanco en medio de las tinieblas sin voz y sin sombra y el latido de sus manos encendidas convirtieron el tiempo en una caricia que magulla. Al fabricante de máscaras se le quedó atorada en el rostro la sonrisa de la alegría y murió.
Marcel Marceau, uno de los más grandes artistas en toda la historia de la humanidad, falleció el sábado en París, a los 84 años de edad. Sus familiares informaron del deceso hasta ayer, domingo, sin ofrecer detalles.
Nació como Marcel Mangel el 22 de marzo de 1923 en Estrasburgo. Su padre, judío de oficio carnicero, fue capturado por la Gestapo durante la ocupación nazi de Francia y ejecutado en Auschwitz.
A los 17 años de edad, Marcel Mangel logró escapar junto a su madre y su hermano a la ciudad de Lille, en el norte de Francia. En la resistencia francesa se apropió del apellido Marceau, que tomó de un general de las guerras revolucionarias y luego se incorporó al ejército. Fue enlace entre las tropas francesas y las fuerzas al mando del célebre general estadunidense George Patton.
Esas experiencias bélicas marcaron su trabajo de humanista. En 1947, por ejemplo, creó su personaje emblemático, Monsieur Bip, nombre derivado de aquel protagonista de la novela Grandes esperanzas, de Charles Dickens. Un descendiente de Pierrot, pero con conciencia social.
Tesoro viviente
Fue considerado como el mimo mayor de todo el siglo XX, pero en realidad su trabajo rebasa el territorio de la pantomima, oficio que aprendió de Etienne Decroux, en 1944.
Marceau soñó y trocó el sueño del antiguo teatro japonés kabuki, de la milenaria danza de la India, el katakhali, de la commedia dell’arte italiana. Soñó el sueño del cuerpo y sus pasos sonaron en otra calle donde alguien lo deletreó.
En 1993 fue declarado “miembro inmortal” de la Académie des Meaux-Arts en París. Japón, a su vez, lo declaró “tesoro nacional viviente”. En 2001 se convirtió en embajador para la tercera edad de la ONU.
Marcel Marceau mantuvo una relación directa con México, donde se presentó innúmeras veces. Hace 15 años, por ejemplo, el 25 de agosto de 1992, llenó de sueños el Teatro de la Ciudad, donde las jóvenes tinieblas tendieron venas como luces temblorosas bajo las cortinas de los párpados inquietos y una música de metales del barroco dibujó los contornos de un arlequín ensimismado, un heraldo que anunció los títulos de las muchas historias de los sueños como una serie de preludios.
Abrió allí el artista las persianas invisibles de la boca de la escena y entró la luz de las constelaciones y sus manos descoyuntaron sus ataduras, besaron los labios de la lluvia, hicieron nacer el corazón de su mano que volaba y construyó con él el universo entero. Con sus manos y el prodigio de su cuerpo, ese señor de cara blanca y pies desnudos edificó el cosmos en fracciones de segundo y lo pobló con sus hombres y sus sentimientos y sus plantas y sus animalitos.
Manos góticas
Así era en escena Marcel Marceau: otro flop del sueño y ahora estamos en un tribunal y las manos góticas de Marcel ponen en materia la verborrea de un fiscal, eleva el decibel, el estruendoso clamor de los silencios y tiene dentro del sueño otro sueño: es Pygmalion y junta arabescos y cristaliza la expresión de la vida con su alimento: la muerte, y vuelve a la ternura y la inocencia porque Bip sueña que es un artista de circo y luego viaja por el mar, que siempre recomienza, con el aroma de su rosa roja y luego sueña que es Don Juan y luego es David que vence a Goliath y ahora es un fabricante de máscaras y cambia en milésimas de segunda de la carcajada al llanto, del llanto a la carcajada y de pronto se le atora la máscara de la risa y se la intenta zafar, se la intenta sacar, se la intenta quitar y cuando lo logra, muere.
Hay silencio, fulgor.
Sus manos, semafóricas, abrigaron el aplauso entrechocando corazones. Voló, soñó, llegó al punto estático/dinámico de las manos suspendidas ilusoriamente en: un cristal, una flor, un árbol y de sus manos a lo alto se desgrana un caudal de agua brillante de diamantes, un ala verde esmeralda de colibrí, otra ala, muchas alas. Vuela.
Esplenden en algún lugar del tiempo sus pantomimas de estilo, las secuencias del cinematógrafo de su cuerpo: una jaula de cristal donde sucede la creación del mundo (primero fue el mimo, luego el huevo y por último la carcajada), un sable de samurai. Caminó, rio, se abrazó a sí mismo, volvió a reír y se arrancó la máscara final.
De entre sus muchas obras maestras, cintilan en el tiempo algunas de ellas en la memoria: La creación del mundo, que dura lo que dura el Adagio del Concierto 21 de Mozart; Adolescencia, madurez, vejez y muerte, que sólo dura tres minutos, porque así es la vida, breve. Y El fabricante de máscaras, su gran final: luego de cambiar en menos de un parpadeo de la máscara de la felicidad a la del llanto, finalmente se le quedó atorada la sonrisa. Al despegarla de su rostro falleció.