Ahmadinejad en Nueva York
La trepidante estancia en Nueva York del presidente iraní Mahmud Ahmadinejad hace pensar temas de gran actualidad: el ocaso del imperio estadunidense, el lugar de Irán en Medio Oriente y en la arena internacional, y el sistema de relaciones internacionales vigente.
En la decadente superpotencia se estereotipan el odio y el miedo al diferente, sobre todo si no acepta incondicionalmente su política. Pocos tienen idea de la antiquísima civilización antecesora de Irán, ni del movimiento nacionalista de Mossadegh, derrocado por la CIA en 1953 para instalar al pro yanqui sha Rehza Pahlevi. Tampoco conocen las raíces de la revolución de los ayatolas y el régimen que originó en Teherán, en fin de cuentas continuador histórico de aquel movimiento de liberación del imperialismo.
La ignorancia en historia de muchos estadunidenses ha sido argumentada brillantemente por Howard Zinn y Gore Vidal. Es terreno fértil para la instigación de la xenofobia por los medios de (des)información, abastecidos de gigantescas mentiras por cabilderos israelí-estadunidenses, los más interesados junto al vice Richard Cheney en iniciar el ataque a Irán cuanto antes.
Era de esperarse la intolerancia y grosería del presidente de la Universidad de Columbia, quien cubrió a su “huésped” Ahmadinejad de improperios al presentarlo al público, así como la actitud macarthista del periodista de la CBS que lo entrevistó de costa a costa. En contraste, el visitante mostró aplomo, voluntad de diálogo y argumentó sus puntos de vista con serenidad y paciencia. Dejó aparte su insólita y desafortunada negación de la existencia del homosexualismo en Irán, que rebasa el espacio de este análisis.
Ya en el hemiciclo de la ONU, el iraní denunció el inequitativo orden internacional que dio pie al surgimiento de la organización y al club de potencias que forman el Consejo de Seguridad (CS). Con datos del propio organismo internacional explicó el creciente foso de atraso económico y social en que esos poderes mantienen sumida a la mayoría de la humanidad. En consecuencia, proclamó la voluntad de Teherán de continuar sometiendo su programa nuclear “con fines pacíficos” a la vigilancia de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA) y declaró finiquitado el contencioso sobre la injusta e ilegal prohibición del CS a que su país produzca combustible nuclear con fines pacíficos, prerrogativa de todos los miembros de la OIEA y del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP). Cabe insistir en que el CS no le pide cuentas a Israel, India y Pakistán, poseedores de arsenales nucleares fuera de la supervisión de ambas instancias.
Mientras, Washington encamina nuevas medidas unilaterales de asfixia económica y prepara una tercera tanda de sanciones del CS contra Irán cuando el prestigioso director egipcio de la OIEA Mohamed el Baradei se empeña en lograr una solución política al conflicto y puntualiza que sus inspectores no han encontrado nada amenazante en el programa atómico iraní. El Baradei fue enfático frente a las belicosas declaraciones del mandatario francés Nicolas Sarkozy, nuevo perro faldero de Bush: “...yo esperaría que todo el mundo haya aprendido la lección después de (...) Irak, donde 700 mil civiles inocentes han perdido la vida debido a la sospecha de que un país tiene armas nucleares”. No es casual que la fábrica estadunidense de embustes le haya enfilado las baterías.
La masiva agresión aérea contra Teherán fue decidida el año pasado por la Casa Blanca, pero aplazada por la habilidad de la diplomacia iraní que forjó entendimientos con Arabia Saudita y otros países de la región y solidificó sus acuerdos energéticos con China y Rusia. También influyó la derrota por su aliado Hezbollah del ataque sionista a Líbano.
Sin embargo, el batir de tambores de guerra de Washington y Tel Aviv a París es típico de la guerra sicológica precedente a una aventura militar estadunidense, que no conviene a Rusia y China, pero en última instancia se llevará a cabo sin consultarlos.
La ejecutoria de Ahmadinejad como incansable abogado de la causa palestina y de la independencia y la justicia social para los países pobres, ratificada en el propio corazón del imperio, acrecenta su estampa de paladín de los pueblos islámicos en vísperas de una guerra sin frentes geográficos definidos, que puede estimular a esa porción tan importante de la humanidad a acciones de respuesta violenta sin precedentes. Al parecer Bush no se conforma con hundir a Estados Unidos en los pantanos iraquí y afgano.