Mar de Historias
Luz de diciembre
Sus condiciones de salud han convertido a Clotilde en una observadora permanente. Su mundo es su cuarto. Desde la ventana puede mirar el cielo, la calle, el árbol al otro lado de la avenida: un fresno alto con el tronco rugoso como piel de elefante. La intensidad con que las hojas caen de sus ramas es para Clotilde el mejor indicio de que ha llegado diciembre: su mes predilecto por ser el más benévolo.
En la última etapa del año el deterioro del barrio va quedando oculto bajo los adornos navideños. Esferas, luces, escarcha, brillos plateados aparecen en las ventanas rotas y sobre las puertas desvencijadas. La perspectiva de los aguinaldos alegra a los vecinos y les devuelve la olvidada cordialidad, el interés por conversar y los motivos para reír.
Bañada por una luz diáfana, la calle se inunda con el eco de las voces, las risas y los pasos apresurados de quienes parecen tener al fin un destino que no sea la búsqueda incierta de un trabajo, el rastreo entre montones de desperdicios, la caminata que se emprende con el único propósito de matar el tiempo.
En medio de aquel escenario renovado y fugaz, Clotilde recobra el entusiasmo, las fuerzas, el deseo de vivir por encima de su enfermedad y de una miseria paliada por lo que obtiene a cambio de hacerles al resto de los asilados costuras, ungüentos, jarabes y algunos servicios de belleza: todo sin salir de su cuarto.
II
Con el pretexto de ganarse un poco de dinero, desde principios de diciembre Clotilde consigue permiso para ausentarse del asilo por unas cuantas horas. Vigorosa otra vez, envuelta en chales y bufandas mil veces zurcidas, hacia el atardecer atraviesa la avenida para sentarse bajo las ramas desnudas del fresno.
Pronto se detienen ante ella los curiosos atraídos por su aspecto. Después llegan quienes alguna vez la escucharon y vuelven a sentir interés por oír sus historias. Giran en torno a festejos navideños olvidados por los adultos o desconocidos por los jóvenes y los niños que integran la mayoría de su auditorio.
Mal abrigados, rodean a Clotilde esperando el momento en que ella comience algún relato que los lleve a épocas lejanas olorosas a tamarindo y a canela, chispeantes de luces de Bengala, cargadas con el rumor de las procesiones y las letanías. “Eeen el nombre del cieeelo,/ ooos pido posaaada/ pues no puede andaaar/ miii esposa amaaada…”
Los niños escuchan con particular deleite las descripciones que Clotilde hace de las posadas cacahuateras con música, rifas, juegos y el ataque a las piñatas que no eran simples ollas desnudas, o si acaso forradas con papel de china, sino esculturas en forma de barcos, flores, animales, piratas, princesas resplandecientes de diamantina, tan bellas que daba lástima romperlas. Para sustentar la veracidad de su relato la anciana entona la vieja cantinela: “¡Dale, dale, dale./ No pierdas el tino…”
La elocuencia de Clotilde se desborda al describir el momento en que de la piñata apaleada caía un raudal de suertes, frutas, colaciones. Una carcajada general corresponde a los esfuerzos que hace la narradora cuando imita el arrojo y las contorsiones de quienes pretendían adueñarse de un botín que concentraba todos los sabores de la Navidad.
Clotilde dedica el final de su historia a reconstruir el baile con que remataba la posada. Con los ojos entrecerrados, movida por una música lejana, la anciana entra en detalles, se refiere a las modas y los peinados, describe a las parejas cuando giraban y en sus breves descansos. Habla hasta que se fatiga, como los bailadores que en su memoria se mueven al ritmo de boleros, pasodobles, tangos y danzones.
Una parte del auditorio no concibe que la escena haya sido real. Otros la recuperan, lamentan que ya nada sea como antes y juran que harán hasta lo imposible por revivir las posadas de entonces. Su entusiasmo se frena ante la realidad: “¿Dónde? ¿A qué horas? ¿Con qué?”.
Las preguntas quedan sin respuesta. Se oyen aplausos, después el rumor de las monedas que van cayendo en la palma de Clotilde y al final los pasos de quienes se alejan envueltos en la sensación de haber vivido una Navidad generosa, divertida y cordial.
III
Ya a solas, antes de volver al asilo, Clotilde pega el oído al tronco del fresno con la ilusión de escuchar, como cuando era niña, el rumor del tranvía del que iban a descender sus padres y su hermana Leonor: todos ya fallecidos. El transporte eléctrico tiene muchos años de no circular. La única constancia de su existencia son los rieles opacos, inutilizados: dos líneas paralelas apenas visibles en el asfalto.
Consciente de que sus anhelos son vanos, Clotilde permanece apoyada en el tronco los minutos necesarios para que su imaginación reconstruya el sonido metálico del tranvía acercándose, las siluetas y las voces de sus seres más queridos. Agobiada por un sentimiento de culpa, igual que cada año, Clotilde jura que este diciembre sí irá al panteón a visitarlos. Se esfuerza por recordar el nombre del cementerio y el número de la tumba, pero su memoria le niega los datos. Tendrá que conformarse con los rumores conservados en su imaginación más que en el tronco.
IV
Despaciosa, aterida, Clotilde vuelve al asilo tal y como se lo indicaron: “A la hora de la merienda”. Por temor a las preguntas y a las miradas burlonas de sus compañeros, pasa de largo frente al comedor y se dirige a su cuarto. Enciende la luz. De pronto nada le resulta familiar. La asalta su eterno pánico a la enfermedad del olvido.
Asustada, se repite su nombre, su fecha de nacimiento, el sitio en donde vino al mundo. Temerosa aún, se aproxima al espejo para reconocerse. Mientras se observa recorre su cara con la punta de sus dedos. Bajo la piel surcada de arrugas encuentra su rostro de muchacha, los rasgos que la unen a sus abuelos, a sus padres, a su hermana.
“¿Dónde están enterrados?”, le pregunta en voz alta a su reflejo. No consigue respuesta. “Va a ser Navidad. Tengo que visitarlos.” Es inútil, no logra recordar. Se encamina hacia la única ventana de su cuarto para mirar el fresno.
La visión le devuelve su imagen de niña, pegada al tronco, ansiosa de sentir la vibración que le anunciaba la proximidad del tranvía del que iban a descender sus seres más queridos. Se pregunta otra vez en dónde están sepultados, pero sólo escucha, cada vez más fuertes, los latidos de su corazón. Se lleva la mano al pecho y murmura: “Aquí”.
Clotilde ve caer las últimas hojas del fresno. Deja las monedas sobre el alféizar de la ventana y piensa que a la noche siguiente contará otra historia acerca de un paisaje nevado con escarcha por donde corre un trineo del que tiran renos de cartón. “¿Dónde los vi?” No tiene fuerzas para buscar la respuesta. Tal vez la encuentre mientras duerme. Se dirige a su cama, se tiende y cierra los ojos sin saber que nunca más despertará.