Bolivia: el espíritu de la revuelta *
Ampliar la imagen El presidente de Bolivia, Evo Morales (a la derecha), y el ministro de la Presidencia, Juan Ramón Quintana, hace unos días en Puerto Suárez, donde se firmó una ley que permite a la empresa India de Jindall Steel Mining explotar los depósitos de hierro de El Mutún Foto: Reuters
A la mitad de octubre de 2003 en Bolivia llevaba ya muchos días la insurrección popular de El Alto, población indígena, trabajadora, campesina, migrante, comerciante, unas 800 mil personas en total. Los alteños insurrectos controlaban la entrada principal a la ciudad de La Paz, 400 metros más abajo, e impedían el vital abastecimiento en combustible a la capital de la República. El gobierno, cercado, decidió romper el bloqueo con un convoy militar que se abrió paso camino arriba, abriendo fuego y matando gente por decenas. Así despejó la ruta para que bajaran los camiones tanque.
Los alteños recogieron a sus muertos, los velaron en los hogares y las iglesias, y dijeron “ya basta”. A fuerza de brazos de hombres y de mujeres, de jóvenes y de viejos, sacaron de sus rieles en la estación ferroviaria varios vagones de carga y los empujaron hasta hacerlos caer, muchos metros más abajo, atravesados en la carretera que trepa desde La Paz a El Alto, esa misma por donde habían subido los camiones con soldados para abrir camino al combustible: “¡Basta, por aquí no pasa más nadie!”
Al día siguiente empezaron a bajar, por decenas y tal vez por cientos de miles, a ocupar la ciudad de La Paz, mientras desde los valles del extremo opuesto de la capital subían otras interminables columnas de indios con el mismo propósito: tomar la capital y derribar al gobierno criollo y masacrador de Gonzalo Sánchez de Lozada. Para ese entonces, la población de clase media de La Paz apoyaba a los insurrectos de El Alto y exigía el cese del fuego. El ejército ya no osó seguir matando. El gobierno cayó y el presidente González de Lozada huyó a Estados Unidos.
La historia de esta fracción de tiempo que estalla fuera del tiempo cotidiano como una especie de viraje del destino, de ese tiempo instantáneo que se llama revolución, la historia de su pasado, de sus ancestros, de sus protagonistas y de sus motivos y razones, es lo que relata este libro de Forrest Hylton y Sinclair Thomson, ellos que estuvieron allí mientras todo eso sucedía y que habían pasado años de sus vidas estudiando las revoluciones y revueltas indígenas bolivianas.
Una revolución clásica, apenas al inicio del siglo XXI, ha tenido lugar en Bolivia, en un ciclo de rebelión popular iniciado con la “guerra del agua” en el año 2000. Ese ciclo culminó en las insurrecciones indias de 2003 y 2005, las cuales por dos veces tomaron la ciudad capital e impusieron una elección presidencial extraordinaria en diciembre de 2005. En ésta, por mayoría absoluta de votos y por primera vez en la historia boliviana, un dirigente indio fue llevado a la Presidencia de la República.
Este libro tiene la certeza y la osadía de afirmar que lo sucedido es una revolución, y lo demuestra haciendo historia, análisis y crónica. Una revolución, eso que ya no existía, una revolución violenta y liberadora como todas las revoluciones que en la historia han sido, hela aquí otra vez trayendo una vez más desde el agravio y desde el pasado el espíritu de la revuelta.
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Tras la crónica del ciclo ascendente de movilizaciones populares desde el año 2000 en adelante que condujeron a este desenlace, Hylton y Thomson van a buscar sus raíces, presagios y precursores en los tiempos largos de la historia.
Bolivia es un país indio, donde dos tercios de la población se reconocen y se declaran aymara, quechua, guaraní o de alguna otra población indígena, gobernado desde la Conquista española en el siglo XVI por una minoría blanca y mestiza. Desde entonces, la relación entre gobernantes y gobernados y entre dominantes y subalternos tiene un rasgo específico, indeleble como el color de la piel: al igual que en el resto del universo colonial que en aquel siglo nació, se conformó como una opresión y una subalternidad racial.
La primera gran insurrección indígena contra esa dominación, que antecedió a la guerra de Independencia, fue encabezada en 1781 por Tupaj Katari. Los ejércitos indios pusieron un prolongado cerco a la ciudad de La Paz, que sólo pudo ser roto por la llegada de tropas enviadas desde la capital del Virreinato, la lejana ciudad de Buenos Aires.
La derrota no borró la memoria: ni en los indígenas, que supieron desde entonces que una vez habían puesto sitio a la Ciudad de los Señores; ni en la minoría blanca y mestiza, en la cual por generaciones sucesivas, y hasta hoy, se trasmitió el temor –negado, pero siempre vivo bajo el umbral de la conciencia– de un nuevo cerco a su ciudad por las ilimitadas poblaciones de piel oscura.
En abril de 1952 estalló una insurrección popular y minera en defensa de una elección presidencial escamoteada por la oligarquía dominante. Conocida desde entonces como “la revolución de abril”, tomó la ciudad de La Paz, dispersó al ejército, derribó al presidente y estableció un gobierno mestizo que nacionalizó las minas –entonces la principal industria boliviana–, dictó una reforma agraria y tuvo que convivir por años con el poder paralelo de los sindicatos mineros, fabriles y campesinos, sus milicias armadas y sus radios comunitarias. Mineros, fabriles y campesinos, por supuesto, eran indios y en los idiomas indígenas solían discutir en sus asambleas y conversar en sus casas y en sus fiestas.
Tras largas vicisitudes y tenaces resistencias, desde los años 80 del siglo XX el nuevo poder del mundo neoliberal reorganizó Bolivia, cerró las minas, desmanteló los sindicatos, dispersó a los trabajadores y a sus poblaciones. La revolución de abril quedó como una referencia en la historia. El orden había sido restablecido. Los indios estaban otra vez en su lugar.
Pero como en toda dominación de raíz racial, la ideología nacional y su simbología compartida entre dominadores y subalternos era apenas una delgada capa formal, la hegemonía era una cubierta frágil y quebradiza. Por debajo vivía la siempre persistente y vasta comunidad humana de los indígenas, esos mundos de la vida bolivianos que el cineasta Jorge Sanjinés llamó “La nación clandestina”. Desde Tupaj Katari, y aún desde antes, esos mundos nunca dejaron de aparecer, aquí y allá, y de resquebrajar la superficie de la dominación con revueltas locales y violentas, rápidamente sofocadas y castigadas pero no olvidadas.
Esa nación negada por la República liberal era casi invisible también para la izquierda republicana, que la confundía con las ubicaciones indias en la economía y en la sociedad: campesinos, obreros fabriles, mineros, pequeños comerciantes, artesanos. No alcanzaba así a ver su antiguo lugar en el mundo colonial que bajo la República persistía: indios, pueblo del color de la tierra, aymaras, quechuas, guaraníes, urus, esos que en las orillas del lago Titicaca afirman ser los más antiguos entre los humanos.
Cada vez que el país que hoy se llama Bolivia se pone en movimiento vuelve a aparecer esa nación clandestina o, más bien, se hace violentamente visible y audible, como lo quería Edward P. Thompson, en los lugares protagónicos de la escena, antes ocupados por el bullicio de los políticos, los burócratas, los militares, los inversionistas y sus letrados.
Así se hizo presente en octubre de 2003, cuando bajaron sobre La Paz y la tomaron enarbolando sus banderas y sus símbolos y poniendo por delante sus cuerpos y sus muertos, según refieren de esos días Thomson y Hylton:
Iniciado en Warisata en septiembre y prolongado hacia El Alto en octubre, el duelo por los mártires fue el tiempo para expresar el dolor y la furia, para fortalecer los ánimos mediante el ritual y la reflexión, y para dedicar la continuación de la lucha a aquellos que habían perdido sus vidas. Los mártires dieron también un nuevo ejemplo de patriotismo indígena en Bolivia, pues los aymaras eran quienes defendían la nación contra el control extranjero.
Revolutionary Horizons nos habla de las continuidades y las rupturas en el tiempo, de la crueldad y la fragilidad de la dominación colonial interna, del despojo secular y de la explotación impía, de la herencia inmaterial de memorias y experiencias, de cómo el espíritu de las revueltas ha seguido trasmitiéndose por generaciones a través de las protestas, la clandestinidad de masas, la vida cotidiana en la discriminación y la diferencia.
Así nos lo dicen los autores:
En este libro, nos referimos a los “horizontes” revolucionarios no sólo como las perspectivas de hombres y mujeres del pasado que divisaron las posibilidades de trasformación social en el porvenir. Pues la expresión tiene también otro significado. En un sitio arqueológico, los sucesivos estratos del terreno y los restos de asentamientos humanos que a través de una excavación cuidadosa van apareciendo, se llaman “horizontes”. Presentamos entonces este trabajo como una excavación de la revolución andina, cuyos sucesivos estratos de sedimentación histórica conforman el subsuelo, la tierra, el paisaje y las perspectivas para la actual lucha política en Bolivia.
Entonces la revolución de octubre de 2003 y su secuela, la revuelta india de junio de 2005 sobre La Paz, se presentan como la condensación de toda la experiencia pasada, de la ira, de las humillaciones, de los deseos. Un estallido que resuena, una iluminación que un instante resplandece, una fractura en los tiempos cotidianos en la cual se arremolinan y confunden el tiempo lineal, el tiempo circular y el tiempo mesiánico. Esa fractura temporal pasa y no dura. Pero sus resonancias y disonancias nunca terminan de apagarse, como viene a saberse según trascurren los años y las vidas, nos dicen al final de su libro Thomson y Hylton.
* Prólogo a Forrest Hylton y Sinclair Thomson, Revolutionary Horizons–Popular Struggle in Bolivia, Verso, Londres, 2007