Danielle Mitterrand: memorias
Vecinas como somos, me encuentro de vez en cuando con Danielle Mitterrand. Un ligero signo de la cabeza, a guisa de saludo, algunas palabras a veces. Pero, desde nuestro primer encuentro, me insiste: “Vota, hay que votar, no dejes de votar”. “Pero soy mexicana, yo no puedo votar en Francia...”, le respondí cuando me dio este consejo durante uno de nuestros primeros encuentros. “Lo sé, hablo de votar en México, es muy importante votar allá”. Otra tarde luminosa, en el bulevar Saint-Germain, cerca de la place Maub, me dice con los ojos radiantes de picardía: “pusimos las urnas para que todos los mexicanos puedan votar aquí mismo sobre la suerte de Marcos”. “Hay que votar”. La verdad, a cada encuentro, me quedo con algo más que un dejo de su entusiasmo y de su fuerza para luchar.
En el mundo político existen los presidentes, los jefes de partido, los militantes, los ministros, los consejeros e incluso los publicistas, cuya importancia aumenta cada día puesto que la comunicación se ha convertido en el arma principal del combate político. En esta configuración de los poderes, ¿qué lugar podría reservarse a la que los franceses republicanos llaman en un lenguaje muy monárquico: la “primera dama de Francia”?
Entrevistada por un periodista que la interpelaba nombrándola “antigua primera dama”, Danielle Mitterrand, esposa y viuda del presidente François Mitterrand, respondió de la manera más clara y con el tono cortante que adopta, en ocasiones, cuando se impacienta ante una cuestión impertinente: “No, rechazo el apelativo de primera dama de Francia. Ese título no corresponde a nada, no existe. Yo soy presidenta de una asociación: France-Libertés”.
El libro que acaba de publicarse, con el título Le livre de ma mémoire, traza en más de 500 páginas el incansable itinerario de esta mujer excepcional que ha recorrido su vida a la par de la historia.
Estas “memorias”, tan singulares como plurales, se abren con un recuerdo prestado por su hermano mayor, Roger Gouze: “De repente, mi madre pareció querer escapar corriendo. Mi padre la retuvo por el brazo. Ella se debatía: deslizándose de sus manos, corrió como una loca hacia el puente. ¿Iba a arrojarse en el Durance? Demasiado desdichada, quería morir”. Con extremo pudor, Danielle hace alusión al engaño de su padre: “cómo debía sufir esa joven encinta de mí (...) y mi historia habría podido terminar por el salto fatal de mi madre (...)”, antes de concluir con un humor no exento de ironía: “Así, hoy se despiertan mis instintos salvadores y me gusta pensar que soy yo quien salvó la situación”.
Salvar, ayudar a salvar, tal parece ser la divisa y la vocación de Danielle Mitterrand. Divisa y vocación a las que ha sabido ser fiel a lo largo de sus 83 años de edad. De la resistencia contra los nazis en su juventud al apoyo a las luchas de Mandela, de los kurdos, de Evo Morales, de los chiapanecos del subcomandante Marcos, de Cuba, Danielle no ha cambiado de posición, leal a la figura del Che, ahora, cuando Ernesto Guevara es tan atacado por los mismos que lo adoraron. Leal también a François Mitterrand, más que al marido, a los principios que representa. Sobre todo, ahora, cuando observa, sin concesiones comprometedoras, los desvíos de la izquierda socialista. Cuando, ante el culto a la personalidad, desde la posición de “primera dama” donde se permitió burlarse de su oficina en el Elysée “bon chic, bon genre”, se permite escribir del actual inquilino: “Al evocar todo esto (FMI, plan Marshall, OMC), se impone la imagen de un pequeño presidente con un saco demasiado grande, arrojándose en los brazos de Bush junior (...)”
Dos maneras de adentrarse en los territorios de la política: la fuerza y la moral. El corazón o la razón. Danielle escogió, desde su juventud, la segunda. Tiene razón en su sinrazón. ¿Quién puede no estar de acuerdo con el Quijote, pero un Quijote real y realista? La Resistencia ganó, el Quijote ganó, nadie lo duda. Los sueños ganan. Pero hay que soñarlos con fidelidad, como ella. Raros son los temperamentos lo bastante sólidos para guardar, a lo largo de una vida, la fidelidad a la luz que iluminó su infancia.