Usted está aquí: viernes 7 de diciembre de 2007 Cultura La teporocha

José Cueli

La teporocha

Luchita nunca olvidará la noche de un domingo que regresaba a su barrio marginal después de haber ido a bailar al California, al Califa, como le decían y del que aún traía en la sangre tanto el alcohol como el hormigueo musical, ése que es presagio inconfundible del seseo de ternura, que una vez más se le había frustrado.

Luchita que era, a sus 20 años, tímida y muy fea, decían que no quería bailar con nadie porque le sudaban las manos, por eso no tenía novio ni galán que le cantara. Seguro que hoy te llegan, le decían sus amigas y en lugar de ir al cabaretucho decidieron asistir a una fiestecita familiar allá en su barrio.

El lugar era un comedor de empapelado maltrecho y de agrios olores conyugales. Las amigas tomaron y también ella copitas de Presidente. Colocaron flores en el pelo y en las manos sudorosas de Luchita, para mejorar la figura sin encantos de su amiga. Al final, pese a que la fiesta era un destrampe y ella ya estaba muy bebida, ni así encontró pareja y de pronto la invadió un terrible deseo de llorar.

Mareada por la embriaguez, viendo cómo sus amigas se revolcaban en el piso, ella salió sin que nadie lo notara por la calle enfangada, sorteando los charcos y zigzagueando de un farol a otro para evitar la oscuridad.

No había nadie en la calle hasta que apareció un teporocho algo encorvado que le cerró el paso y le dijo: –Tons, ¿qué onda?, ¿por qué tan solita... hic... –Qué le importa, estúpido –contestó Luchita.

–Yaa... échese un traguito mi nenorra, ¿de qué presume?

La lucha libre empezó. Luchita se sintió sin fuerzas, o así se quiso sentir, con las vísceras estallando dentro del vientre imaginando fantasías y sensaciones acumuladas y que por efecto del alcohol se exacerbaban.

Su estado la llevó a un grado de sensibilidad y debilidad extremas que la condujeron a una entrega alucinante bajo los efectos del alcohol.

Recargada contra una pared descarada y con charco por tapete se dejó hacer y deshacer. Lo que más le gustó fue la boca del teporocho sobre su seno. Todo fue ideal hasta que Luchita sintió deseos de algo más y fue cuando descubrió que el teporocho no era tal, sino que resultó ser una teporocha.

Pasada la sorpresa, Luchita se sintió aún más feliz y menos temerosa. La teporocha la besaba y la acariciaba con una ternura que nunca había conocido. De repente contenía la respiración, como para prolongar el instante, en el que gozaba llena de alegría, tanta, que hasta el mareo se había esfumado. Hasta el aliento aguardentoso de la teporocha resultaba agresivamente agradable.

Nadie sospecharía cuanto tiempo pasó. Sólo los albores de la madrugada la hicieron desprenderse de los brazos de su teporocha.

Al levantarse, Luchita la tomó de la mano y ambas empezaron a caminar juntas, con las manos entrelazadas.

–¿No quiere un caldito o a un atolito?

–Claro que sí –dijo Luchita, quiero mucho caldito.

Luchita sentía muchos deseos de llorar de emoción y de desplegar la mirada por un barrio nuevo, abrazada a la teporocha en rítmico zigzag, en un camino largo, muy largo, que el sicoanalista que esto escribe no podría comprender. Será porque la marginalidad transita sus propios senderos.

 
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