Esperar sentados
No se necesita de valentía extra para decir que el país no se desplomó en este primer año de gobierno. Por lo demás, nadie apostó a ello a pesar de la grave crisis política que acarreó la imposición merced a la cual el PAN conservó el poder constituido.
Los deseos e imaginaciones de López Obrador son parte de la franquicia de sus deturpadores, pero en los hechos lo que hace el tabasqueño es recorrer el país, insistir en la necesidad de que el pueblo se organice y reiterar su convicción contra la violencia y por la vía pacífica. Que se sepa, así ha actuado a todo lo largo de México en su peregrinar, como lo hizo en las semanas peligrosas después de la elección.
Sólo en mentes paranoicas pudo cultivarse la idea de que López y los suyos planeaban tomar la Suprema Corte. Lástima que la especie haya sido prontamente comprada por distinguidos estudiosos europeos. Allá sus informantes y allá ellos y su soberbia intelectual.
Lo que no se conmueve ante las celebraciones del primer año es la sensación de que como sociedad política hemos sido incapaces de constituir un orden democrático que funcione. Tenemos Estado, o lo que haya quedado de él luego del embate furibundo del cristero redivivo de San Cristóbal. Y tenemos instituciones contra las cuales girar bonos de la esperanza: la UNAM, el IFE, el Ejército y ahora también el Congreso, rescatado por sus miembros en un acto de elemental sobrevivencia como políticos, pero hoy bajo fuego de unos extraños cruzados de la libertad de expresión desde la nómina de las cumbres patronales o los oligopolios mediáticos.
Todo esto y si se quiere más tenemos. Pero a la vez, cada día parece más claro que las fuerzas sociales y culturales que puedan sostener al Estado e instituciones como esas flaquean o hacen mutis o, lo peor, forman filas tras un virtual flautista de Hammelin rumbo al abismo. Lo más grave del momento es la desafiliación agresiva de grupos de la llamada cúpula empresarial del más elemental de los compromisos con la democracia representativa, que ellos convirtieron en divisa política principal desde las profundas crisis de la economía y el Estado en los primeros años 80 del siglo pasado.
Los empresarios o, mejor, una parte de los ricos de México, muchos de los cuales viven de sus rentas y de sus ventas a las empresas extranjeras, se vuelven fuerza política y embisten contra senadores, diputados y partidos; engañan a la población y buscan infundirle miedo; ponen contra la pared a una Suprema Corte de por sí cuarteada y reclaman un viraje político que en realidad es una reversión constitucional inaudita: se ubican en tiempos preconstitucionales o simplemente autoritarios, como lo hace a diario la derecha española comandada por el inefable Aznar.
Se trata, podríamos desearlo, de un despropósito, de una gallada plutocrática en la que en realidad no hay empresarios sino empleados bien pagados, o émulos tardíos y adocenados del licenciado Sánchez Navarro. Que en realidad, lo que buscan es negociar en lo oscurito con un grupo gobernante cuyo ascenso apoyaron por fuera de la ley pero que no les satisface. Que ya vendrán los Ortiz Mena, Salinas Lozano o Reyes Heroles de la época para darle racionalidad a lo que hoy por hoy no es sino griterío y pataleta.
Sin embargo, es indudable que en estos momentos, estando como estamos, este envite de los ricos es subversivo, sin que pueda verse por ningún lado cuáles serían las falanges que lo soportarían en caso de vencer. Lo que no impide que un tufo corporativista acompañe su reclamo.
La campaña depuradora iniciada desde 2005 por los grupos de propietarios privilegiados que descubrieron las ventajas de la lucha de clases cuando no hay gobierno que los contenga ni otras clases en condiciones de luchar, pone a la democracia con que contamos en una encrucijada envenenada. Es probable que la tentación de reditar un “autoritarismo pedagógico” exista en el sistema político, en el Congreso y los partidos. Pero es claro que ni solos ni coaligados pueden estos organismos darle cuerpo a una fantasía negra como esta.
Sólo desde el Ejecutivo, a pesar de sus flaquezas, podría tal proyecto tomar forma y empezar a cundir en sus distintas cohortes del orden. Hay que suponer que estamos a tiempo para no esperar sentados a que una contrarrevolución del ocaso se nos venga encima. Ojalá y los partidos y la opinión pública puedan abordar con calma y sensatez una cuestión tan peligrosa como la que le plantean a la República estos adinerados que no ven más allá de su propia leyenda negra y buscan la instauración de un orden corporativo donde sólo su corpus mande. Suponer que al final nos arreglaremos, o que desde el norte vendrá de nuevo el rescate providencial, puede ser una hipótesis letal.