El sustento de la vida
Ampliar la imagen El rezandero y las ancianas del pueblo hacen oración en náhuatl con un sahumerio en los cuatro puntos cardinales de la capilla de San Miguel Arcángel, en lo alto de uno de los cerros del pueblo, para agradecer los resultados de la siembra en la celebración de la Danza de las Milpas, en Chiepetepec, Guerrero Foto: José Carlo González
Ampliar la imagen Hombres lanzan cohetes durante la fiesta Foto: José Carlo González
Ampliar la imagen Doña Clara García, su hija y su nieta ponen velas a la ofrenda, previo a la celebración Foto: José Carlo González
Ampliar la imagen Ismael y su padre Miguel regresan de cortar las mazorcas que usarán las mujeres de su casa para la celebración de los rituales para preparar la siembra Foto: José Carlo González
Somos hombres de maíz, pueblos nacidos de la mazorca. En el germinar del grano, en el brote de la nueva milpa, en la aventura del sacrificio y la resurrección de Cintéotl, que moría para convertirse en alimento, que se sacrificaba para sostener a la humanidad, está una de las claves más valiosas de nuestra identidad.
Para los pueblos nahuas, el origen del maíz está en el cuerpo de un dios: Cintéotl (el dios de la mazorca), hijo de Piltzintecuhtli y de Xochipilli. El grano, su más importante creación, nació de sus uñas.
Otros pueblos tienen otros mitos. En todos, sin embargo, es común encontrar que el maíz no es sólo sustento de las personas, sino que fue quien creó a los seres humanos. En él está la clave de nuestra paternidad. Es nuestra sangre y nuestra carne.
El maíz es una invención humana colectiva iniciada en Mesoamérica. Sin la mano del hombre, sin su capacidad creativa, no existiría. Es producto del conocimiento, el trabajo, la pasión y la curiosidad de millones de productores. Según Octavio Paz, “el invento del maíz por los mexicanos, sólo es comparable con el invento del fuego por el hombre”.
El vocablo proviene de la lengua Taina de las Antillas. Significa “lo que sustenta la vida”. Alimenta pueblos. En nuestro país se consume 23 veces más que el arroz, nueve más que el frijol y tres veces más que el trigo.
El maíz es diversidad. Hay granos blancos, amarillos, rojos, morados y pintos. La riqueza del lenguaje regional describe la multiplicidad de la cultura local. Un campesino de Tecpan usa siete nombres distintos para identificar las diferentes variedades de maíz criollo que se siembran, y que un poblador urbano difícilmente sabría distinguir.
Sólo están seguros de lo incierto
Cada una de esas semillas se siembra en condiciones específicas, dependiendo de la humedad, el tipo de terreno o el objeto de la siembra. El maíz zapatalote se usa cuando se necesita tener mazorcas rápido, al igual que el maíz conejo y el cuarenteño. El olotillo se cosecha para que su delgado olote sirva de tapón a los bules en los que se transporta el agua para beber. El grano del maíz grande es especial para hacer tostadas.
Los campesinos sólo pueden estar seguros de la inseguridad. La lluvia, el mal tiempo, las plagas, los mercados, son todos inciertos. La uniformidad productiva, la desaparición de las semillas criollas, el olvido de lo propio limitan el abanico de opciones con las que cuentan para hacer frente a la incertidumbre que rodea su producción material. Ignazio Bautira, poeta siciliano, decía que “un pueblo es empobrecido y esclavizado cuando le han robado la lengua que sus ancestros le dejaron; entonces, está perdido para siempre”. Lo mismo puede decirse de su comida, sus semillas, sus raíces rurales.
Los rituales para preparar la siembra y la cosecha resumen sabidurías ancestrales. Detrás de la devoción se agrupa la comunidad para enfrentar la inseguridad y la adversidad. Con los ritos se refuerza la identidad colectiva. Esos ceremoniales acompañan actividades básicas como el rastrojeo y el chaponeo. Los labriegos, recuerda Salomón García, rastrojean la tierra cuando amontonan y queman la basura de un predio, que previamente han recogido con unas horquetas de madera. Chaponean, es decir cortan hierbas y matorrales, para preparar la siembra, utilizando un chapón, esto es, un machete suriano de doble filo.
José Carlo González ha captado esa vivencia ceremonial en una comunidad productora de maíz de Guerrero. Su cámara nos permite aproximarnos a los rituales en los que se celebran los conocimientos locales para obtener una cosecha abundante. Sus hermosas imágenes son testimonio apasionado de un milagro: el de la sobrevivencia ancestral de la cultura del maíz en un país ahogado por las importaciones masivas del cereal.
Abrazan, mecen los granos
En la Danza de las Milpas, del pueblo nahua de Chiepetepec, las mujeres, símbolo de fertilidad, agradecen al santo del pueblo, San Miguel Arcángel, las cosechas. Con esta ceremonia se “espanta el hambre”, se despiden de las lluvias y comienza el periodo de pizca del descendiente del Teocintle. Representa el triunfo del maíz sobre el hambre del pueblo.
El día de San Miguel, las mujeres, desde temprano, preparan los alimentos para las ofrendas: café, mole, caldo de res, nejos y pollo cocido. Luego parten en procesión desde la iglesia y suben el “cerro de la adoración”. Abrazan los mejores maíces del pueblo, de granos color blanco, amarillo, rojo y negro, elegidos el día anterior, los envuelven en coloridos rebozos y los mecen como si los arrullaran. Avanzan con paso lento, al ritmo de la banda de música.
La resistencia rural, nos recuerda José Carlo a través de sus fotos, existe y persiste. Y si el maíz es la columna vertebral de la producción campesina, la pervivencia de su siembra y de sus usos culinarios dan cuenta de que la defensa de la identidad campesina es también el resguardo del sustento de la vida.