Volaron las palomas, de Ruth Davidoff
En la infancia está nuestro destino. La niñez es la obra negra, el fundamento de la vida futura. A lo largo del tiempo, los cimientos se transforman en castillos en el aire y en Volaron las palomas, de Ruth Misrachi de Davidoff, yace no sólo el descubrimiento de la cultura judía sino el de México, país en el que la autora nace en 1927 y edifica su propia vida como una casa diamantina. Escrito con ingenuidad, el libro no pierde la frescura y la inocencia de la niñez, una niñez de gran privilegio vivida en la calle de Tlacotalpan, en la colonia Condesa, en una ciudad de México de dimensiones humanas.
“En mi casa, seguro por instrucciones de las mujeres, no se hablaba de cosas feas. Las niñas que ahí jugaban no debían de saber de la muerte ni de las inseminaciones ni de ninguno de esos horrores. Nos hubieran querido guardar niñas para siempre.”
Recuerdo que en mi casa también, mis padres consideraban de mal gusto hablar de dinero. “El dinero es sucio” –decía Mamá frunciendo su hermosa nariz. El resultado: nunca he sabido cobrar.
Pasar una niñez dichosa, blanca como los manteles de lino o de organdí bordados de Anna Arouesty es una de las muchas suertes de las niñas Misrachi.
La única preocupación de Ruti Misrachi era ser distinta a los demás. “Cuando veía yo esas letras (hebreas) en los periódicos de los viejos sentados en los bancos del Parque México, donde jugábamos de niñas, cerraba los ojos. Simbolizaban diferencias que no entendía y me hacían sufrir.”
“Ni siquiera sabíamos que se les llamaba askenasis a esos judíos que tenían raíces en otros países que no eran España y que su idioma era el yidish”.
Ruth Davidoff se considera mexicana de corazón: “cuando me preguntaban si era mexicana les contestaba que sí pues aquí había nacido y aquí vivía. México era mi país. Casi siempre seguía el diálogo esperado: “¿Mexicana, mexicana?” “Sí –les contestaba–, mexicana sefardita”. “(…) Mi país, México, es muy grande y mis sentimientos por él aún más grandes”.
Sin embargo, la familia Misrachi no fue practicante. Alberto Misrachi “creía en el progreso del hombre y quiso contribuir a él” y dejó atrás la religión y sus ritos, que Alberto consideraba prácticas oscurantistas. En su casa “no se iba a la sinagoga, no se ayunaba en el Yom Kipur (Día del Perdón), se comía de todo y se trabajaba los sábados”.
Ruth Davidoff fue amiga de las hijas de Diego Rivera. “Nosotras, las Misrachitas, queríamos ser como las Rivera; ellas eran libres y andaban en camión. Su papá, según Lupe, les compraba la ropa en El proveedor militar. Ellas, las Rivera, querían ser como las Misrachitas, siempre acompañadas de su mamá, muy bien peinadas y con vestidos bordados por las tías. A mamá le gustaba vernos planchadas y almidonadas, como sus manteles que le ayudábamos a estirar cuando había visitas”.
Hija de Alberto Misrachi, fundador y director de Central de Publicaciones y de la famosa galería Misrachi, en la calle de Génova, director también de una excelente revista, promotor y amigo de pintores de la talla de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, el Dr. Atl, Juan Soriano y José Luis Cuevas, así como de José Juan Tablada, Gutierre Tibon, Harry Block, Eduardo Villaseñor, Chucho Reyes –quien les decía que las tres hermanas debían casarse con Picasso, Matisse y Braque–, Ruth, Aline y Tina tuvieron la oportunidad de tratar a los grandes de México. Carlos Pellicer y Carlos Chávez visitaban a la familia y la bellísima Anna Arouesty, madre de las tres niñas y su padre, jugaban bridge con Raoul y Carito Fournier y se reunían con los Sánchez Fogarty y los Rosenblueth. Salvador Novo se metía a la cocina con Anna y le ayudaba a preparar platillos refinados aprendidos en las clases de alta cocina francesa de Von Marx, en la calle de Havre. También Mamá tomó esas clases y recuerdo que nos hizo un “soufflé au Grand Marnier” que era como un pedazo de cielo derritiéndose en la boca.
Frida Kahlo conoció muy bien a las tres Misrachitas (pintadas en un cuadro memorable por Juan Soriano) y en su bolsa de mano, que llamaba bolsón de Mapimí guardaba tesoros. Frida le confesó a Ruth lo insoportable que era Walter Pach, un crítico de arte, con su “bigote de aguacero” y le contó del “General Trastornos”, su chofer. “Cuando entraba por la puerta Fridu, como le decíamos a Frida, la casa se llenaba de su perfume. Nunca he sabido ni sabré cuál era, pero conocíamos muy bien la botellita llena de cuentitas doradas que no sólo brillaban sino hacían ruido al agitarla”. Las tres niñas la reconocían por el ruido de sus muchas enaguas almidonadas. Si Anna y Alberto les permitían quedarse con la gente grande, era día de fiesta.
La familia Misrachi viajó a Nueva York con Inés Amor, su gran amiga. En el Hotel Barbizon sus cuartos se comunicaban e Inés Amor las hacía reír. Años más tarde, la original y aguda niña que fue Ruti habría de responsabilizarse de tres exposiciones importantes en la galería Misrachi, una de Tamayo, otra de Juan Soriano y su magnífico retrato de Lupe Marín y una de arte moderno con pintores como Picasso, Kandinsky, Klee, Hartung, Brauner, Max Ernst, Atlan y Poliakoff, entre otros.
De tanto ver pintura, la joven Ruti se volvió una experta, y de tanto leer libros, ahora, a los 80 años es una escritora que publica su primer libro como Giuseppe di Lampedusa, el autor de El Gatopardo. “Lo que quieras hacer antes de morir, empiézalo hoy”, se dijo Ruti a sí misma.