Mar de Historias
Nada es como antes
Parado ante el espejo del baño Felipe oye la voz de Sandra, su mujer:
–Te juro que me da horror nada más de pensar en salir a la calle. Entre los baches, el rencarpetamiento y las marchas, el tráfico está cada día peor. De seguro a partir de hoy se pondrá infame con tanta gente comprando como loca. Por cierto, ¿ya sabes lo que quieren tus hijos de regalo? Sandra me pidió una computadora, Enrique una bicicleta de alta montaña y Anakaren un celular nuevo.
Felipe entreabre la puerta del baño y se asoma:
–Estos creen que de veras soy Santaclós, ¿verdad? Oye, ¿no sería hora de que tus hijos llamaran?
–Es muy temprano. Imagínate lo tarde que terminaría la preposada. Me siento tranquila porque están en casa de mi hermana y ella los cuida bien.
–¿Por qué no los llamas?
Sandra no le responde. Está absorta revisando la correspondencia esparcida en la mesa del comedor:
–Te dejo el recibo de la luz y el dinero para que vayas a pagarlo.
Felipe domina la irritación que le causa recibir órdenes de su mujer:
–Si quieres de una vez voy al súper y a la tintorería para que tú no te molestes.
Sandra suspira, impaciente:
–Ay, no te pongas así: empiezas a trabajar a la una de la tarde, yo a las 10 de la mañana y ya son casi las nueve. No me alcanzaría el tiempo para ir al banco.
En pants y con la toalla echada al hombro, Felipe aparece en el comedor:
–Pero también salgo más tarde. Ayer nos quedamos en la feria hasta la una de la mañana y no sé para qué: a esas horas ya casi no llegan familias. En el día está igual: los papás me acercan a sus hijos y les toman la foto directamente con sus celulares. Todo eso es pérdida para nosotros los santacloses.
Sandra coloca el recibo en el frutero vacío:
–Conste que lo dejo aquí. Luego no salgas con que no sabes en dónde lo dejé –se acerca a su esposo para besarlo y le pasa la mano por la mejilla áspera:
–Te ves bien con barba. ¿Por qué no te la dejas? Cuando éramos novios la tenías.
–Sí, pero entonces era un chavo de 22 años sin una sola cana. Ahora mi barba medio gris me avejenta mucho.
–Déjatela, me gusta –Sandra le da un beso fugaz y corre hacia la puerta: –No llegues muy tarde porque me preocupo y no puedo dormir.
Felipe suelta una carcajada y va tras su mujer:
–Pues no parece: anoche que llegué estabas bien dormida y ni siquiera te moviste cuando me metí en la cama –no alcanza a entender lo que su esposa comenta mientras baja las escaleras. Cuando escucha el golpe de la puerta al cerrarse vuelve al departamento vacío.
II
La serie de luces que adorna el arbolito de aluminio está apagada. Felipe se acuclilla y oprime el botón que la enciende. ¿Qué dirían sus hijos si lo vieran? Lo mismo que él les reclama cuando dejan los focos prendidos: “¿Para qué gastan energía inútilmente? ¡Apáguenlos!” Las luces que cintilan le recuerdan otras navidades, cuando el árbol era un pino auténtico iluminado con cinco series encendidas día y noche.
En aquella época su trabajo en la embotelladora no le dejaba tiempo libre y su única contribución a la Navidad era comprar el árbol. Sandy, Miguel y Anakaren se encargaban de los adornos; su esposa, que entonces no era oficinista, de poner el nacimiento. Felipe mira el teléfono silencioso y piensa en sus hijos. Cuando los invitan a alguna fiesta, por la inseguridad, prefiere que se queden a dormir en casa de sus anfitriones. Esta nueva costumbre le disgusta, aunque se trate de la casa de sus tíos.
Felipe recuerda épocas más remotas. Cada vez que sus hijos iban a una posada él se presentaba a recogerlos. Cuando no podía, por exigencias de su trabajo en la embotelladora, les marcaba un límite: “Regresan a las 11 en punto. Y conste que voy a llamar por teléfono para ver si obedecieron”.
Felipe sonríe de imaginarse las protestas de sus hijos si ahora se atreviera a ponerles la misma restricción. Hasta Anakaren, que apenas tiene l2 años, se burlaría de él. “Nada es ni volverá a ser igual”, murmura.
La sensación de pérdida lo angustia y se mete la mano al bolsillo para sacar los cigarros. Antes de encender uno abre la ventana para que no se encierre el olor a tabaco y Sandra descubra que volvió a caer en el vicio. Ella le tiene prohibido fumar, lo mismo que su patrón. Antes era diferente: después de recoger los telones de la Alameda se iba con los santacloses al café Trevi para hacer cuentas, tomarse algo y compartir la cajetilla de cigarros. Ahora, ¡ni soñarlo!
Felipe mira por la ventana la montaña de basura que inunda la esquina. Los desperdicios arrojan un olor nauseabundo que lo hace retroceder. Choca con la mesa y ve el recibo de la luz. Hace años le habría dicho Sandra que fuera a pagarlo, pero ahora los papeles están invertidos: su mujer le da las órdenes, le impone trabajos domésticos. No lo hace por molestarlo: ella está más presionada de tiempo, tiene un horario muy rígido; él, en cambio, al menos cuenta con la mañana libre.
La música destemplada de una banda sorprende a Felipe. “Qué lata con esta gente”, dice, y cierra la ventana. Antes le gustaba oír ese tipo de murgas porque le recordaban las fiestas en su pueblo, las ferias en el barrio; ahora lo irritan porque aumentan el ruido intolerable que producen los aviones, los coches, las motos, los mecánicos que trabajan en las banquetas.
Felipe añora los tiempos en que podían escucharse el canto de los pájaros, las campanas, la escoba del barrendero matutino, el silbato del cartero, la rúbrica con que se anunciaba el afilador. Ahora en vez de todo eso se oyen insultos, cláxones, silbatos, consignas, órdenes y el bufido de los motores.
III
Suena el teléfono y se apresura a contestar, seguro de que escuchará la voz de alguno de sus hijos, pero oye una voz masculina, pastosa: “Me pasa con la Chata.” “Aquí no vive”, responde Felipe y cuelga. Mira el reloj: tiene que darse prisa. Cuando se dirige al baño vuelve a oírse el teléfono. Apenas levanta la bocina lo sorprende la misma voz: “Pedí que me pasara con la Chata.” “Ya le dije que no es aquí.” “¿Pues a qué número marqué?”, insiste el desconocido. Felipe cuelga.
Desde que se enteró de las extorsiones telefónicas no conversa con extraños; además quiere que la línea esté desocupada por si sus hijos llaman. Llega a la puerta del baño y el teléfono repiquetea de nuevo. La voz pastosa se le adelanta: “Óyeme, hijo de la chingada, ¿por qué me cuelgas? Te pregunté de buena manera a qué número estoy llamando y me cortaste. Si lo haces voy a insistir hasta que me comuniques con la Chata”.
Felipe cuelga. Teme que el intruso cumpla la amenaza y opta por dejar el teléfono descolgado. Al fin entra en el baño, se despoja de la camiseta y los pants, abre la regadera. Lo salpican gotas frías y se estremece. Para entrar en calor se frota los brazos, el pecho, el vientre abultado que no tenía cuando empezó a trabajar de Santaclós. Entonces, antes de ponerse el disfraz rojo, necesitaba amarrarse una panza de hulespuma que le diera el aspecto de un auténtico Papá Noel.
De prisa se mete bajo la ducha. El agua tibia le devuelve el optimismo y hasta se alegra de tener barriga porque eso le ahorra tiempo para disfrazarse. Se enjabona la cara y siente su aspereza. Experimenta alivio al pensar que de aquí al 24 no tendrá que afeitarse porque estará cubierto por la barba sintética. “No todo es malo”, dice, y se talla la entrepierna. Hasta hace poco, bastaba con que se tocara el bajo vientre para que su sexo le exigiera un desahogo; en cambio ahora sigue laxo, dormido. “Los ostiones ya no son como antes”, dice, y suelta una carcajada mientras se frota las axilas.
Piensa en Sandra cuando era más joven y no se depilaba ni siquiera las piernas. Le pedirá que durante las vacaciones se deje crecer los vellos. “Me gustaría…” Interrumpe su sueño erótico el timbre del teléfono en la casa vecina. Eso le recuerda que el suyo está desconectado. Escurriendo agua y tiritando sale a colgarlo. Regresa al baño y se envuelve en la toalla. Hace tiempo que no comparte una ducha con Sandra. Le gustaba ver el agua escurriendo entre sus pechos y sentir reaccionar su cuerpo como el suyo ahora.
El grito del gasero interrumpe sus imaginaciones. Será mejor que se vista. Mientras lo hace vuelve a pensar que nada es como antes. Escucha de nuevo el abominable timbre. Supone que es el hombre de la voz pastosa. Descuelga y habla rápido: “Te advierto que tengo localizador de llamadas y voy a…” El grito de Sandra lo interrumpe: “Felipe, escucha: soy yo. ¿Qué te pasa?” El sólo le pregunta si lo llamó para recordarle el recibo de la luz. “No, para decirte que ya hablé con los niños. No tardan en llegar.” “¿Algo más?” Después de un breve silencio su mujer le responde: “Y también para decirte que te quiero mucho aunque a veces no tenga tiempo para demostrártelo. Nos vemos”.
Felipe se siente solo sin la voz de Sandra. Mira la serie de foquitos encendida en el árbol de aluminio. Reconoce que muchas cosas han cambiado desde que compartió la primera Navidad con su mujer, pero hay algo que sigue intacto: el amor que los une.