Editorial
Unión Europea: integración que discrimina
A partir de hoy, millones de personas podrán transitar libremente, sin las restricciones del control fronterizo, por 24 países europeos. Esto será posible con la inserción de nueve naciones, en su mayoría del otrora bloque socialista, que ingresaron a la Unión Europea en 2004, en el llamado espacio de Schengen, establecido originalmente con la firma de un acuerdo del mismo nombre entre Alemania, Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo en 1985.
El hecho reviste gran importancia histórica y social: por un lado, se sigue eliminando la frontera ideológica que partía a Europa en dos bloques: los países capitalistas y los socialistas, aliados de Washington y de la extinta Unión Soviética, respectivamente, al tiempo que se da un paso por demás significativo en el contexto de las tareas de integración regional.
Por otro lado, no deja de llamar la atención que este hecho empate con la proliferación de posturas antinmigrantes –de los gobiernos y la población– en países de Europa occidental, como ha quedado de manifiesto con el proyecto de ley en materia de migración presentado por el presidente francés Nicolás Sarkozy y aprobado en octubre pasado por el Parlamento de ese país, que establece restricciones a la reagrupación familiar de los inmigrantes. En este contexto, no parece ser que la extensión del espacio de Schengen vaya a terminar con la visión de ese fenómeno como un problema indeseable: los controles fronterizos simplemente serán trasladados a otros puntos, que se reforzarán para cerrar el paso a la migración extracomunitaria de quienes buscan en el viejo continente mejores condiciones de vida, lo que es considerado por amplios sectores de la sociedad europea como un detonador de la inseguridad y la delincuencia.
Al respecto, hay que recordar que la migración es un fenómeno social inevitable que no se detendrá en las circunstancias actuales porque está estrechamente relacionado con la estructura económica injusta del mundo contemporáneo: el comercio y las finanzas internacionales están diseñados para propiciar la concentración de riqueza en un puñado de naciones industrializadas y, en contrapartida, condenan al hambre a las poblaciones de los países pobres. En tanto que esta situación prevalezca, la migración –legal e ilegal– seguirá creciendo en los países ricos de Europa, y no habrá leyes, rejas o muros que puedan contenerla; la harán, a lo sumo, más ardua y peligrosa para quienes huyen de la pobreza.
Además, se espera que ahora, con la posibilidad de libre tránsito en el área comunitaria, muchos habitantes de Europa del este migrarán a las naciones económicamente más fuertes, lo que representará una fuga de la mano de obra en la industria local de los países menos poderosos, que en algunos casos tendrán que echar mano de los migrantes ilegales, siempre más expuestos a los abusos precisamente por carecer de documentos.
En suma, es de saludarse la ampliación del espacio de Schengen, pues implica la eliminación de los obstáculos para el libre desplazamiento de las personas en una vasta extensión del viejo continente y, con ello, el reconocimiento de un fenómeno característico de las sociedades humanas. A tono con esa tendencia, sin embargo, lo deseable sería frenar las expresiones de repudio –por parte de los gobiernos y la población– a los migrantes asiáticos, africanos y latinoamericanos, y que se reconozca la aportación fundamental que éstos hacen a la economía y la cultura europeas. En esa medida, el objetivo de abolir las fronteras que subyace a la ampliación del espacio de Schengen cobrará mayor sentido para Europa y para el mundo.