El marginalismo es cultura
La miseria en que viven millones de mexicanos es miseria de todos. Incluida la riqueza de los millonarios: “Canto mexicano que estalla en un carajo/ Estrellas de colores que se apagan/ Piedras que nos aceleran al contacto”.
Así cantaba el poeta Octavio Paz. Si mexicanos, no lloréis más, que hay lluvia de llanto. Retorno del viejo canto de los aztecas:
“El río pasa, pasa
Nunca cesa
La vida pasa, nunca regresa”
Vivo resplandor de la miseria mexicana que se percibe desde las antenas parabólicas de eco en eco, se repite y se repite por toda la República, mientras más campesinos peregrinan hacia las ciudades y otros al vecino país. Llegan en estrepitosos silencios, tumultos indescriptibles y crean ese desquiciamiento que no se puede encubrir a pesar de las máscaras y más máscaras que quieren desplazar el dolor desgarrante del campesino al llegar a las ciudades. No porque éstas llamen, sino porque el campo los expulsa.
Moderno infierno que arranca la piel, flotando en medio de los más crueles dolores, provocador de un defensivo erotismo destructor, búsqueda envidiosa en el otro, magia salvadora o venganza diabólica. Sentimiento de zozobra en la destrucción sin sentido de campesinos expulsados de sus tierras erosionadas por diversos factores, sin capacidad de adaptarse a la vida de la ciudad. Menos organizarse con otros campesinos provenientes de diversos lugares con usos y costumbres diferentes. En 25 años los nietos de estos campesinos indígenas, llegan a las universidades y generan divisiones que requieren de investigación y nuevos modelos de integración. La investigación de este choque cultural es incipiente por no decir nula.
Ya lo decía el viejo rey Nezahualcoyotl quién anticipaba la miseria:
“Aunque sea de jade también se quiebra
Aunque sea de oro también se hunde
Y aún el plumaje del quetzal se desgarra.”
¿Cómo ponerse los huaraches campesinos, en la planta callosa de sus pies? Mucho más allá de las estadísticas, los partidos políticos, las elecciones que como armadura cubren el drama de los millones de marginales que nacen humillados. ¿A quién le importan que estén desnutridos, atarantados por el hambre y sus dramas personales?
El marginal acaba pagando la factura de nuestra desorganización y corrupción. Hasta el petróleo se nos seca. Ya Alfredo Jaliffe nos ha mostrado en este diario cómo un problema geopolítico lo resolvemos localmente, entregados al vecino estadunidense. Más allá de los números, desconocemos quiénes son, qué sienten, qué aspiraciones tienen, cémo integrarse. Desconexión que impide entenderlos desde la visión de charcos musgosos y moscas merodeando la mirada fija en resplandores de los que se espera la respuesta que nunca llega, a una pregunta que no se sabe, cémo hacerse.
La marginación es el problema número uno de México, expresado en la inseguridad, crecimiento caótico, proliferación del narco, semianalfabetismo, avance tecnológico que nos desborda. La solución, además de económica, será social y política. Una nueva educación democrática como estilo de vida. No el autoritarismo de origen religioso.
Se olvida que vamos en el mismo barco. Los miserables somos todos. En última instancia hay que hacer la cultura, no administrarla. El marginalismo también es cultura. Y festeja a su modo –¿será?– la Navidad y el Año Nuevo.