Jazz
Héctor Infanzón presentó Citadino*
Ya desde siempre, Héctor Infanzón había ido trazando pequeños apuntes de su pasión por los aromas, las voces y las geometrías de la ciudad de México. Con el inmenso poder ecléctico que a través de los años lo ha definido como compositor y como ejecutante, al maestro le daba por reconstruir breves paisajes urbanos que inalterablemente lo transportaban a efímeros encuentros consigo mismo; los facturaba entonces como piezas musicales; los vertía en sus conciertos y sus discos compactos, y finalizaba el ritual –compartido que es él– distribuyéndolos amablemente entre los agradecidos mortales.
Hoy, con la llegada de Citadino, aquellos furtivos encuentros y rencuentros personales han alcanzado la plenitud total (y que se quintupliquen los pleonasmos). Esas delgadas y ocasionales líneas sincopadas que se abstraían y se esparcían entre la emoción de la audiencia y el asombro de su creador, se han transformado en un vigoroso y fortificado autorretrato del artista, en una historia bien temperada que le da forma “definitiva” al andar de Héctor Infanzón por este planeta.
Después de recuperar las rutas de su sangre, reinicia este viaje sonoro al centro de su ser.
Citadino es un catálogo de esencias y músicas visuales. Cada uno de los temas es un verdadero despliegue cinematográfico. Y más. Sus sonidos no sólo se ven, también se desbordan en olores y sabores, están impregnados de fragancias y sazones que llegan hasta ti sin tropiezos, apenas si empieza a girar el disco. Los puedes tocar... y hasta redefinir. Son un conducto directo a eso que los antiguos llamaban felicidad. Héctor fue tejiendo con tanto gusto el entramado, que de buenas a primeras lo descubrimos cantando las bellas líneas de Guadalupe Galván.
El pianista, como siempre, es sobrio y determinante, ágil y virtuoso. Los dedos de Héctor atacan el teclado con la maestría de todos los días, su mano izquierda abre el lenguaje armónico y rompe las estructuras. En un discurso sui generis, parte por igual del son huasteco, el abajeño, el montuno o el danzón, de los sonidos rurales, para ilustrar el sentir de la ciudad más grande del mundo; aunque invariablemente todos ellos juguetean en el jardín de los senderos que se bifurcan (órale) para descubrir nuevas formas del lenguaje y el jazz.
El trío, complementado con el poder orgánico de Aarón Cruz y la contundencia de Giovanni Figueroa, interactúa entre lo eléctrico y lo acústico, pero invariablemente también, suena sólido y definitivo, enorme, como una multitudinaria orquesta de seis brazos escarbando entre las posibilidades de esas raíces, poco menos que inasibles, a las que todavía identificamos como mexicanidad, entregándonos un canto tribal que nos muestra de cuerpo entero.
Héctor nació en Regina, en pleno corazón del Distrito Federal, en el edificio de Súper Leche que se vino abajo durante el temblor del 85; toda su vida ha vivido por los vertiginosos rumbos del Centro, y ésta es su versión de los hechos. Quién pudiera haber diseñado mejor este ejercicio de introspección que redefine la identidad defeña, ese incomprendido híbrido de emociones y sensaciones, donde hasta las ratas han aprendido a coexistir digna y casi pacíficamente con los políticos y el centralismo.
Porque a final de cuentas, siempre, son dos ciudades. Una, la que todos ven, la mortal, la que fluye a tropezones en medio del caos, la que respira en el aliento colectivo de las multitudes, la que pareciera estallar sin piedad entre la congestión y los estertores diarios del miedo y la fatiga. Otra, la que traemos cincelada en el corazón, la inmortal, la que se reinventa a sí misma cada mañana entre el humo del asfalto y la humedad de los semáforos, la que nos acaricia los pies a cada paso, la del gigantesco coro bara bara, la que nos cuida el sueño desde el otro lado de la puerta, apenas alterada por los obsesivos motores circulares que dibujan la madrugada.
El maestro Infanzón se presentó el sábado pasado, con este disco bajo el brazo, en Papá Beto. Salud
(*) Extracto del texto incluido en el booklet del disco