Usted está aquí: domingo 23 de diciembre de 2007 Política “La guerra no ha terminado”, lamentan los tzotziles en Acteal

Las acciones paramilitares que culminaron en la matanza, “parte de un engranaje” mayor

“La guerra no ha terminado”, lamentan los tzotziles en Acteal

Subrayan la responsabilidad del ex presidente Zedillo al autorizar la campaña antizapatista

El conflicto, latente en los sitios “donde todavía están escondidas las armas que nos atacaron”

Blanche Petrich (Enviada)

Ampliar la imagen Mujeres tzotziles durante la misa de ayer en memoria de las víctimas de Acteal Mujeres tzotziles durante la misa de ayer en memoria de las víctimas de Acteal Foto: Víctor Camacho

Acteal, Chis., 22 de diciembre. A los 22 años, bilingüe (tzotzil-castellano) y cursando la secundaria, Faustina Gómez es la voz que hoy, a diez años de la matanza, habla en nombre del grupo de mujeres mayas de la organización Las Abejas para “proclamar la verdad”: que la muerte de los 45 que aquí yacen sucedió “en un contexto de guerra”, en el que las agresiones de los paramilitares sólo fueron una parte del engranaje para combatir a los zapatistas y a la población cercana en el marco del Plan de Campaña Chiapas 1994, que había ordenado el entonces presidente Ernesto Zedillo.

A los 12 años, Faustina no entendía nada de esto. Fue una niña desplazada de su aldea, Ybeljoj, al campamento de Xoyep por ese conflicto que sigue aún en estado latente; una criatura descalza, empapada y aterida que veía con horror cómo su mamá y muchas otras mujeres que huían en desbandada por los montes, sin saber adónde ir, le tapaban la boca a los más pequeños para que no lloraran y los paramilitares no los descubrieran en las profundas hondonadas de la montaña donde se habían escondido.

A ella se le asignó leer el mensaje del pueblo de Acteal al mundo, en el que se denuncia que “estamos lidiando en una guerra que no ha terminado, que se encuentra latiendo en las comunidades donde todavía están escondidas las armas que nos atacaron”.

De esa guerra que el obispo de San Cristóbal de las Casas, Felipe Arizmendi, eludió hablar en su homilía de conmemoración, aunque sumó la fuerza de su diócesis a la demanda de las decenas de organizaciones humanitarias “que siguen exigiendo justicia en la verdad, esclarecimiento definitivo de responsabilidades a todos los niveles: local, municipal, estatal y federal.” Aclaró que no es el ánimo de venganza lo que alimenta este reclamo, sino “porque la paz, el perdón y la reconciliación no se pueden asentar con estabilidad si no hay cimientos sólidos de verdad y justicia”.

Pero recomendó: “No podemos estancarnos en el pasado. No hemos de reducir nuestras luchas sólo a acusar a los autores materiales e intelectuales de este crimen vergonzoso. Ciertamente, no hay que ceder en la exigencia de justicia, pero hay que mirar para adelante”.

Cuatro obispos congregados, el emérito –e histórico– Samuel Ruiz; el de Saltillo, Raúl Vera; Arizmendi, y su auxiliar en la catedral de San Cristóbal, Enrique Díaz, asisten para recordar la efeméride que hizo que hace diez años, al bendecir por última vez los 45 féretros, el tatik Samuel declarara: “Hoy es la Navidad más triste de mi vida”.

La tristeza aquella persiste en muchos corazones, aunque esta conmemoración ha tomado aires de fiesta, con las fanfarrias y dianas de una banda de música. El sol, que resplandece de manera atípica sobre las montañas que en esta época del año deberían estar vestidas de niebla y lluvia, contribuye a confundir el duelo con alegría.

Pese al discurso ponderado del obispo Arizmendi, que pide a Las Abejas “revisar su caminar”, no romper su unidad ni perder su raíz, en torno al altar se ha conformado una singular estampa de la historia que ha jugado la teología de liberación en las luchas, las resistencias y las tragedias de este universo indígena de Chiapas. Al lado de don Samuel, su siempre amigo Raúl Vera, quien fuera su auxiliar y en quien los indígenas habían cifrado sus esperanzas para continuar la labor del equipo liberador. Pero el Vaticano, hostil a la teología india, le cerró el paso.

A un costado, tres párrocos de Chenalhó, tres etapas de la historia de esta iglesia. Miguel Chanteau, quien se estableció en el templo de San Pedro desde los años setenta y que, por la hondura de su compromiso con los sampedranos, fue expulsado de México hacia su nativa Francia por las autoridades migratorias del régimen zedillista justo después de la matanza; Pedro Arriaga, su sucesor, jesuita que dio continuidad a la pastoral comprometida de Chanteau y que amplió, así, la zona de influencia de la Compañía de Jesús en la diócesis, y el nuevo párroco, Marcelino Pérez, tzotzil, recién ordenado, producto de la formación de sacerdotes indios que impulsó con fuerza Samuel Ruiz. Entre ellos, varios de las figuras que integraron su aguerrido equipo: Jerónimo Hernández, de la zona selvática de Tulijá; Heriberto Cruz, del norte chol, en Tila, y Pablo Romo, que ahora es seglar.

Todos participan en la procesión de las banderas y la visita a la nueva ermita, donde se rinde homenaje a la llamada virgen de la masacre. Se trata de una pequeña y contrahecha imagen guadalupana. Del rebozo típico de las sampedranas asoma apenas su cabecita. Los desplazados de La Esperanza y Chimix que llegaron al paraje de Acteal para morir ese trágico 22 de diciembre, habían cargado con ella en su huida. Durante la agresión se fracturó. Pero para estos fieles las imágenes sagradas son vivas y la virgen herida fue vendada. Su fama se extendió por todos los pueblos y durante los días festivos las comunidades la llevan de un lugar a otro en procesión, siempre prestada. Ahora tiene una nueva casa.

Ya en el lugar de la misa, ante el tradicional tapete de juncia, los familiares de las víctimas colocan las cruces que representan a sus muertos. Las pequeñas son de las niñas y los niños. El largo ritual fue pronunciado –íntegro– en tzotzil.

Fue entonces cuando Faustina Gómez tomó la palabra para leer el mensaje de los habitantes de Acteal, en el que se identifica a “los hombres en el poder, los que dicen que trabajan para los pobres y para la justicia, pero roban y traicionan”, con los señores de Xilabá, el inframundo del universo maya. Ellos, señalan Las Abejas, son los responsables de la masacre “por acción, omisión y dilación” de la justicia.

Unos días antes, esta muchacha platicaba sus recuerdos del crudo invierno de 1997: “Teníamos tanto miedo porque los priístas entraban al pueblo disparando y robando todo. Mi mamá me dio el bulto de ropa y ella cargó a mis hermanitos. Muchos nos fuimos en la noche, en la lluvia. De lo que más me recuerdo es que los viejitos se resbalaban en el lodo, en las piedras. Yo pensaba que nos íbamos a morir”.

Sin poderlo remediar, empieza a llorar: “Lloro por los niños que no nacieron (cuatro de las mujeres asesinadas estaban embarazadas). No quiero olvidar nada de esto, quiero guardarlo siempre en mi corazón y en mi memoria y platicarlo a los niños. Para que nunca vuelva a suceder”.

 
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