La situación
Las democracias son mecanismos frágiles pero con mayor capacidad de regeneración que los otros sistemas conocidos. Su corrosión proviene de la corrupción de gobernantes y políticos, del aislamiento de los partidos respecto de las bases de la sociedad a las que pretenden representar en sus intereses y reclamos, o de fallas inesperadas y catastróficas en las relaciones internacionales en las que los estados nacionales se insertan. Todo puede pasar en el mundo de la democracia, pero a la vez su constitución y supuestos rectores siempre permiten suponer que puede renacer de sus cenizas. A veces gracias a un concierto de las propias fuerzas que la llevaron al ocaso, a veces debido a intervenciones “pedagógicas” casi siempre autoritarias, que llevan a pensar en las viejas dictaduras romanas. Para esto último, sin embargo, siempre se requiere tener a la mano una personalidad capaz de condensar en su historia y trayectoria la esperanza de la sociedad que sufre la crisis demoledora de la política democrática. Así ocurrió con Francia y el general De Gaulle, pero con variantes así ha sucedido en otras experiencias políticas de ruptura o decadencia.
Sería muy aventurado proponer que nuestra apenas surgida democracia sufre un proceso claro de corrosión que llama por un esfuerzo recuperador o de plano un momento autoritario que propicie su regeneración. Con todo y sus estridentes despropósitos, el aparato democrático produce gobernabilidad, y los embates en contra de ésta no vienen principalmente del interior del sistema sino sobre todo de sus periferias, abultadas por las crisis del pasado cercano y más que nada por la incapacidad del Estado para modular los desajustes sociales y productivos del cambio económico y del propio cambio político que trajo consigo su “colonización”, como la ha llamado José Woldenberg, por la pluralidad formalizada gracias a la reforma política que arrancó en 1977. El México bronco contra el que alertara entonces don Jesús Reyes Heroles, en todo caso se convirtió en múltiples expresiones y ahora acosa sin duda al sistema democrático, desde las propuestas armadas pero sobre todo desde el crimen organizado que inunda las regiones y abruma los gobiernos locales.
Lidiar con esta ola antisistémica supone una fortaleza del Estado que sólo puede provenir de su legitimidad. Su otra cara, la de la eficacia, no puede desplegarse sólo por la vía policiaca y militar, entre otras razones porque de ser así pronto quedaría en manos de sus propias fuerzas del orden y entonces sí que se entraría en el tobogán corrosivo del sistema en su conjunto.
De aquí la centralidad del Congreso, como foro y receptáculo del intercambio político que acompaña a la democracia, pero ahora principalmente como una fuente insustituible de legitimidad democrática del Estado. La providencia presidencialista pasó a mejor vida con la mutación política y la crisis de la pauta de desarrollo económico, y no hay manera de reinventarla, sea a través de los medios o del conciliábulo con los poderes de hecho.
Si se recupera, el presidencialismo mexicano tendría que someterse a una racionalización de fondo, como la ha llamado el doctor Diego Valadés, cuya policlínica mayor es y tendrá que ser precisamente el Congreso.
Sabemos que el vocablo crisis goza de mala reputación en estos tiempos. Pero lo que vivimos en estos días viene de atrás y del subsuelo, y expresa con claridad no sólo desajustes menores o mayores atribuibles a la juventud del cambio, sino unas contradicciones que el sistema democrático que emergió de la reforma no ha podido, no digamos superar, sino apenas modular y reconocer como tales.
Las relaciones políticas que debían sostener la evolución democrática de la política y la reforma amplia y profunda del Estado fueron fracturadas y violentadas desde 2005, con el desafuero de López Obrador, primero, y con la imposición sucesoria del 2006. La división se apoderó y oprime los intercambios, y la desconfianza organiza los cálculos de las fuerzas partidarias, así como los de los otros poderes, que no parecen muy dispuestos a asimilar las mudanzas en la estructura del mando que inevitablemente recogen la expansión de la democracia, la hacen creíble y la vuelven costumbre popular.
Reconocer es un paso obligado para entender y aprender. Y sólo así podremos encarar la violenta fractura que vivimos antes de que de ella salga una violencia aplastante y destructiva. La coyuntura del relevo en el IFE es apenas eso, un quiebre más, en realidad menor, en una cadena desastrosa abierta por la irresponsabilidad de una Presidencia cuya racionalidad fue echada por la bañera el mero día en que se inauguró en Los Pinos con su estandarte cristero. Veremos pronto si en efecto podemos ya presumir de que la nuestra es también una democracia con capacidad de regenerarse y avanzar. Nadie lo hará por nosotros.