Mar de Historias
El niño Jesús
Por estas fechas cada vez hay más niños que llaman a nuestro servicio de atención telefónica. Muchos lo hacen sólo para insultarnos, se ríen y cuelgan; pero otros lloran y hablan de malos tratos, abandono, miedo, deseos de morirse. Da horror pensar en que son tan pequeños y ya conocen lo más terrible de la vida.
Cuando suena el teléfono imploro que no sea un niño quien llama porque empiezo a sufrir de imaginarme lo que oiré. Ayer nada más hablaron mujeres deprimidas por la soledad, la situación económica, el desempleo del marido y la desesperanza. Algunas me preguntaban si las comprendía. Pero cómo no, si estoy atravesando por la misma situación.
Aquí nos capacitan para olvidar nuestros problemas mientras cubrimos el servicio, pero no siempre es posible. Ayer me vine a mi turno con la preocupación de que mi esposo se quedara tan deprimido. Es químico, hace tres años perdió su empleo y tuvo que meterse a trabajar en una fábrica. El aumento de dos pesos en el salario mínimo fue la puntilla. Mi temor más grande es que vuelva a beber: lo único que me falta para acabar de amolarla en este año que ha sido espantoso para todos.
Anoche estaba pensando en eso cuando sonó el teléfono. Por la hora supuse que se trataría de un hombre solo, tal vez borracho, desesperanzado; pero oí la voz llorosa de un niño. Me pidió que le dijera mi nombre. Lamenté no poder hacerlo porque nos lo tienen prohibido. Se quedó callado y temí que colgara. Para retenerlo en la línea le hice la pregunta que él me había hecho:
–¿Cómo te llamas?
–Jesús, pero mi abuelita me decía Chuy.
–¿Y ya no te lo dice?
–No, se murió en octubre. Era la mamá de mi mamá.
–¿La querías mucho?
–Y sigo queriéndola, aunque no la vea. Lo malo es que no dejo de extrañarla y lloro. Mi padrastro se enoja y ordena que me calle si no quiero que me agarre a patadas. Lo odio más cuando dice que es mejor que se haya muerto Nina, mi abuelita, porque me estaba echando a perder al consentirme tanto.
–¿Y quién te consiente ahora?
–Nadie. Mi mamá me quiere mucho pero desde en la mañana se va a trabajar con mi papá al puesto de ropa y regresa hasta la noche, bien cansada. Cuando mi abuelita vivía no me importaba tanto que mi mamá se fuera porque Nina estaba siempre en la casa y si salía a La Merced me iba con ella.
–¿Nunca te llevó a ninguna otra parte?
–No, teníamos que regresar rápido para ponernos a vender en la puerta de la vecindad. En una mesa lo extendíamos todo: dulces, fruta, figuras de plástico.
–¿A qué horas ibas a la escuela?
–En la mañana, y ya en la tardecita me dedicaba a vender con mi abuela; mejor dicho: mi abuelita.
Comprendí que Chuy había llamado para hablar de ella libremente, como al parecer era imposible hacerlo ante su padrastro.
–A ver, Chuy, cuéntame, ¿cómo se te ocurrió marcar este número?
–Lo dijeron en el radio y lo apunté.
–¿Y por qué llamaste?
–Porque me dieron muchas ganas de morirme.
–¿Otras veces has sentido lo mismo?
–Sí, cuando mi padrastro le pega a mi mamá. Antes la defendía, pero ya no desde que ella me dijo que metiéndome en sus problemas lo único que gano es que su marido se enfurezca más y se vaya contra mí. Ahora, cada vez que se pelean, me escondo, me tapo los oídos y a veces me muerdo y me rasguño.
–¿Por qué lo haces?
–No sé, nada más me da coraje contra mí mismo porque soy niño y no puedo componer nada en mi casa. Quiero morirme para estar cerca de mi abuelita.
–No creo que a ella le gustara oírte decir eso. Se ve que se te quería mucho. Háblame un poquito de Nina.
–¿De cómo era o de lo que hacía?
–Tú elige.
–Ah, pues era chaparrita, medio flaquita, con su pelo así, canoso. Siempre me contaba historias de cuando ella era niña y vivía en Xochimilco. La mejor de todas fue la de Blanco.
–¿Quién era Blanco?
–Su burro. El papá de mi abuela lo recibió como pago de una deuda. Todo sucio y lastimado de las patas, el animal se veía muy feo; pero después, como lo llevaron con Baltasar, el veterinario, le dieron de comer y lo trataron bien, el burro se puso muy bonito y hasta se convirtió en un gran personaje en los barrios de Xochimilco.
–¡No te creo!
–En serio. Durante las posadas los vecinos lo alquilaban para que saliera en las pastorelas bailando y haciendo gracias. Por aquí hay muchos burros que jalan los carros de la basura rumbo al tiradero de Nopala. Cada vez que mi abuelita veía uno, me contaba de nuevo lo que sucedió con Blanco cuando ella y sus papás, o sea, mis bisabuelitos, tuvieron que cambiarse a Neza. Como en su nueva casa no tenían lugar para el burro, se lo vendieron a un señor que se llamaba Lorenzo. Hasta mis bisabuelitos lloraron el día en que su nuevo dueño se lo llevó.
“Sufrieron todavía más un domingo, a principios de diciembre, en que de pura casualidad se encontraron al pobre burro otra vez sucio y maltratado, jalando un carrito de la basura. Según mi abuela, se pasaron toda la noche pensando en cómo recuperar a Blanco.”
–¿Lo lograron?
–Pues sí, pero con muchos trabajos. Primero fueron a buscar a don Lorenzo para pedirle que se los vendiera. El viejo maldito no quiso: dijo que ese animal era fuerte, sano, y él lo necesitaba para el trabajo. Nina, que entonces era niña, le dijo que podía comprarse otro burro. Don Lorenzo le respondió que ya no era fácil conseguir uno porque esos animales se estaban acabando. Mis bisabuelos se conformaron pero ella les hizo ver que no era justo abandonar a Blanco después de que le había dado tanta felicidad y diversión a la familia y a todos los que disfrutaron de sus actuaciones en las pastorelas.
“Sus papás le dijeron que tenía razón pero no encontraban la forma de recuperar a Blanco. Nina tuvo una idea: les pidió que volvieran a Xochimilco para convencer a Baltasar de que espantara a Lorenzo diciéndole que era peligroso conservar a su burro porque en cualquier momento iba a brotarle una enfermedad terrible. A Baltasar no le gustaba mentir y estuvo pensándolo hasta que al fin accedió, porque él también quería mucho a Blanco.
“El domingo l6 de diciembre se fueron los cuatro a Nopala. Anduvieron paseando hasta que apareció el carro jalado por Blanco. Entonces Nina y mis bisabuelos se escondieron en la camionetita del veterinario mientras él se acercaba a Lorenzo para hacerle plática. Y así, como no queriendo, le dijo que no debía conservar a su burro porque, aunque pareciera tan sano, por las manchas en las pezuñas se adivinaba que tenía una enfermedad muy fea y contagiosa para todo tipo de animales.
“¿Y qué hago con él? Ni modo de matarlo, perdería mi dinero”, gritó Lorenzo. Baltasar le respondió que no necesitaba hacerlo: él podía comprárselo, ya que, como era veterinario, iba a resultarle muy útil para sus investigaciones. Allí mismo cerraron el trato. Baltasar se fue caminando con Blanco hasta la camionetita donde Nina y sus papás los esperaban. En ese momento no quisieron acariciarlo ni hacerle halagos por temor a que Lorenzo los descubriera, y se fueron rápido a Xochimilco.
“Cuando llegaron, todo el mundo los estaba esperando para darle la bienvenida a Blanco; pero él se portó muy hosco y empezó a patear el suelo, como siempre que se disgustaba. Nina se acercó para ganarse su confianza acariciándole el pescuezo. Él retrocedió: aún estaba enojado con ellos porque lo habían vendido. Ella, con todo y que sintió mucha tristeza, en vez de llorar le tarareó al burro su vals predilecto: Sobre las olas. Los vecinos le hicieron segunda y Blanco, animado por el coro, se puso al fin a bailar.
“Decía mi abuelita que todo el mundo estaba muy contento hasta que empezó a anochecer y se preguntaron dónde viviría el burrito. Ella y sus papás ocupaban la misma casa pequeña y era imposible llevárselo. Baltasar comprendió el problema y se brindó para alojar a Blanco en su casa.”
–Pero no hizo ningún experimento con él, ¿verdad?
–No. Blanco vivió muchos años. Nina y mis bisabuelos lo visitaban cada mes, sobre todo en diciembre, durante las posadas, para verlo actuar en las pastorelas. El día en que el burrito murió lo enterraron en lo alto de un cerro y mientras lo sepultaban le cantaron su vals predilecto: Sobre las olas. Allí termina la historia. ¿Te gustó? Entonces, ¿por qué lloras?
–De emoción. Hacía mucho tiempo que un niño no me contaba algo así. Quizá por eso voy a pedirte un favor: cuando sientas ganas de morirte mejor piensa en que tienes que vivir para que escribas la historia que me contaste y salves de la tristeza a muchas personas como hoy me salvaste a mí. Y esto es un milagro de Navidad.