De un inmigrante y exiliado político: Joshúa de Nazareth
La filosofía política nos permite realizar una hermenéutica filosófica de narrativas contenidas en textos religiosos. Lo que se llama Navidad es una festividad de las culturas del Mediterráneo y de otros pueblos en la que se celebraba al 21 de diciembre, el día más corto del año, porque desde ese día el sol habría de ir “creciendo”. Era el solis natale. Desde el tercer siglo dC, el cristianismo adoptó esa fiesta, que no era ni judía ni cristiana, y celebró el nacimiento de Joshúa de Nazareth. Las circunstancias de ese nacimiento pasan frecuentemente desapercibidas, fetichizadas bajo sentidos completamente superficiales.
Se sabe que el emperador romano del momento ordenó efectuar un censo para poder cobrar los tributos de sus súbditos coloniales. Palestina era colonia romana. La familia de Joshúa, descendiente de la dinastía de David, rey del pequeño reino entre el de Egipto y los de la Mesopotamia, debieron ir a Belén, lugar del nacimiento y residencia del indicado reyezuelo. Como no tenían recursos, eran inmigrantes pobres, María debió dar a luz al niño en condiciones de indigencia: “lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no encontraron sitio en la posada” (Lucas 1,7). ¡Pobres inmigrantes entonces! Un latino o mexicano en el Imperio estadunidense! Pronto la situación se agravará.
Y esto porque el monarca colonial colaboracionista del Imperio romano, siendo Herodes un usurpador (como entre nosotros pueden serlo un Pinochet, un Videla o un Salinas de Gortari) no de estirpe real, al enterarse que había la posibilidad del nacimiento de un descendiente de David, temiendo que un día le disputara el poder, ordenó “matar a todos los niños de dos años abajo en Belén y sus alrededores” (Mateo 2, 16). José tuvo noticia de que “Herodes buscaba al niño para matarlo. [Por ello] José se levantó, tomó al niño y su madre de noche [propio de un asustado perseguido], (y) se fue a Egipto y se quedó allí hasta la muerte de Herodes” (Ibid., 13-14).
Vemos entonces que la vida de Joshúa se inició en el peligro de la pobreza, la humillación, la opresión (nació en un pesebre), y no bien nacido casi lo asesinan (de no ser por los buenos informantes que tenía José). ¡Era entonces un perseguido político! Y léase bien: perseguido político y no religioso, porque se lo intentó asesinar porque en la “genealogía de Joshúa, el Ungido, [estaba indicado que era] descendiente de David” (Ibid., 1, 1).
En uno de mis viajes a Egipto en los 80, en El Cairo, me tocó en el barrio antiguo copto visitar una iglesita donde la comunidad bizantina celebra la estadía de Joshúa en Egipto. Ese día cobré conciencia de que el tal Joshúa había sido un exilado político en Egipto, y por ello un inmigrante indefenso. Debo indicar que esa estadía en Egipto no le fue a Joshúa inútil. En efecto, Joshúa debió aprender muchas cosas en su estadía en esa gran civilización –inmensamente más desarrollada que su pequeña patria palestina. Entre lo que aprendió fueron los criterios éticos universales que enumera como principios en el Juicio final (acontecimiento celebrado en las tradiciones egipcias, y que tenía a la Gran diosa de la justicia Ma’at por protagonista y que como jueza suprema preguntaba al muerto, que pedía la resurrección, qué había hecho de bueno en su existencia; a lo que el muerto respondía: “Di pan al hambriento, agua al sediento, vestido al desnudo, y una barca al peregrino” –capítulo 125 del Libro de los muertos de Egipto, que Joshúa reproduce en Mateo 25, enunciado mucho más completo que los sugeridos por Isaías).
Lo cierto es que aquella familia de exiliados políticos e indefensos inmigrantes cuando tuvieron información de que “murió Herodes [... José] se levantó, tomó al niño y a su madre y entró en Israel” (Ibid 2, 21). Pero, como toda familia de exiliados políticos, “tuvo miedo de ir allá”, y esto porque “Arquéalo reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes”. Fue por ello que prefirió estar lejos de Jerusalén donde los servicios de inteligencia de la época eran menos activos, y por ello “se retiró a Galilea” (Ibid. 22-23).
Pero no es todo. Al final de su vida, aquel laico (porque Joshúa nunca fue sacerdote, y celebró cultos propio de todo padre de familia, como el hagadá, la llamada “última cena”) enderezó su crítica en primer lugar contra la corrupción de la religión de su pueblo (“toda crítica comienza por la crítica a la religión”, dirá siglos después un descendiente judío alemán), ya que entrando al templo de Jerusalén “volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas, diciéndoles: Mi casa será casa de oración, pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones” (Mateo 21, 13), claro que, al menos, no debió criticarlos por protectores de pederastas. Podemos decir que Joshúa era anticlerical, cuando el sacerdocio se ha burocratizado y transformado en cómplice político del poder, este mismo también fetichizado.
Aquel mesías (en el significado de Walter Benjamín) profético (no davídico o político) vivió toda su vida desde la experiencia “del tiempo que resta” (en el sentido de Giorgio Agamben), como alguien con tal responsabilidad por los pobres y las víctimas que en poco valoraba salvar su vida que estaba empeñada en la lucha contra la injusticia y el dominio de los poderosos (del templo, de la patria colonial y del Imperio). Por ello, al final, fue acusado de “rebelar el pueblo” (“rebela al pueblo con su enseñanza”; Lucas 23, 5) contra el rey palestino Herodes, el hijo, y el mismo Imperio romano. Al final es crucificado (la cruz era la silla eléctrica política de aquella época). La cruz era la condena política contra los terroristas que se levantaban contra la ley sagrada del Imperio. Esa acusación era nuevamente una acusación política, no religiosa (porque Pilatos no la hubiera aceptado o no le hubiera dado importancia de haber sido sólo una acusación religiosa).
Por ello, el exiliado político en Egipto terminó asesinado bajo acusación de rebelión política, y con un cartel sobre su cruz que nada indicaba de religioso: “Joshúa de Nazareth, rey de los judíos” (Mateo 27, 38), título político y no religioso que el mismo Joshúa aceptó (“–¿Eres tú el rey de los judíos? [...] –Tú lo estás diciendo” –respondió Joshúa; Ibid. 11). Lo que más molestó a los traidores políticos y religiosos coloniales judíos, y al soldado del Imperio, era la prédica profético política de Joshúa que al dar fundamento a los pobres y humillados de sus luchas contra la dominación, esos explotados se transformaban en actores de la historia desde el postulado de un Reino de justicia fraterno. ¡Lo cierto es que dicho postulado terminarán por transformar desde abajo todo el Imperio romano, y a otros posteriormente!
Navidad es una extraña festividad absolutamente fetichizada e invertida en su sentido fuerte, político, profético, crítico. ¡El mercado y las complicidades de los políticos, de los cristianos y sus jerarcas la han desvirtuado!
* Filósofo