La ciudad en brazos
Ampliar la imagen El afilador de cuchillos, con su pesadísima piedra en su bici Foto: María Luisa Severiano
Ampliar la imagen Uno de los protagonistas de la calle en el Distrito Federal, el vendedor de raspados, “iniciativo privado ambulante” Foto: Luis Humberto González
Ampliar la imagen Frente a Bellas Artes, el cilindrero también toca Foto: Roberto García Ortiz
Todavía alcancé a oír: “¡Mercaráaaaan chichicuilotitos vivos!”, y a partir de ese grito la ciudad ya no fue sino la de los chichicuilotes, la del camotero, el afilador de cuchillos con su piedra redonda y pesadísima montada sobre su bici, el mecapalero, la frente dividida en dos y el meloso ropavejero. En París, sólo había dos o tres personajes callejeros, el cartero y el deshollinador que se metía en las chimeneas para limpiarlas, y cuando regresaba yo muy sucia del jardín, el regaño: “pareces deshollinador”, tenía un sabor dickensiano. Allá nunca hubo esa profusión de oficios ni de pregones, nunca existió la calzada Ignacio Zaragoza, con su apocalipsis de puestos de fritangas y aguas frescas, nunca fatigaron la calle con su charola de dulces los merengueros y otros iniciativos privados ambulantes y nunca un vendedorcito de lotería se acercó a la ventanilla a recoger: “El último cachito de la de hoy pa’que se vaya a Uropa, aunque no me lleve”.
Allá nunca vi perros sino con correa y con abriguito. Aquí en cada esquina había uno, no sólo solito sino desabrigado. ¡Cuántos perros en el Distrito Federal de los años 50! Cojos, chimuelos, sarnosos, ojones, tuertos, coludos, rabones, bravos, mansitos, moquillentos con su collar de limones que alguna alma piadosa les colgó. ¡Cuántos perros de suerte amarilla en manada tras las perras por los camellones! ¡Cuántos perros machucados en la carretera! Y aunque nuestra abuela nos decía que en México era muy difícil ser perro porque los perros llevaban una vida de perros, mi hermana y yo queríamos ser perros para andar por la calle de pata de perro, línguili, línguili y que nos llamaran Blanquita, Paloma o Azucena, porque si los mexicanos tratan mal a sus perros, les ponen nombres bonitos.
Miles de habitantes callejeros de la ciudad atraviesan los muros de tezontle rojo de la Divina Providencia, los papeleritos, los niños que se montaban en el Caballito (Carlos IV) a ver el desfile del 16 de septiembre, confinado ahora a la austeridad del Museo Nacional de Arte cuando era la única posibilidad de subir a caballo para los niños mexicanos que no tienen para la feria de la vida. También a El Caballito le hicieron un flaco favor porque sólo el acre sudor humano calienta el corazón de los caballos. Los que antes fueron tragafuegos surgen de las paredes, bajan de las aceras a media calle y ahora frente a la embestida de los automóviles son malabaristas, la máscara de payaso sobre las caritas infantiles, la gran boca blanca en torno de los labios sensibles, los aros negros y amarillos que rodean las ojeras, las chapas rojas de la patita que va al mercado con rebozo de bolita, como lo quiere Cri-Cri.
Decía Jesusa Palancares: “Voy a pintarme sobre la cara un bonito decorado de mujer fatal”. Los payasitos callejeros se suben el uno en los hombros del otro y zas, a las 11 de la noche, a las 12 (cuando otros están en la cama como los tres cochinitos cuya mamá les dio muchos besitos), lanzan su pelota con cuidado para que no caiga entre las ruedas de los coches. La elipse de su trayecto en el aire es corta, rueda la vida, el tiempo apenas alcanza para una vuelta, los brazos manchados, las manos sucias se levantan a recibirla y arrancan los motores sin darnos cuenta de que esas dos pelotas lanzadas frente a sus ojos eran el sol y la luna, la noche y el día, el águila o el sol del azar en esta ciudad descarnada.
Los pregones los consignó Antonio García Cubas: “¡A cenar pastelitos y empanadas, pasen niñas a cenar!” “¡Ricas las gorditas de cuajada” “¡Caños que destapar!” “¡Sillas para entular!” “Petates, tompeates y escobas de palma!”, y resultan no menos sorprendentes que los rótulos comerciales en la calle: “Expendio de Paja y Cebada”, “Fonda al Estilo de París”. “La Independencia Mexicana, Por Mayor y Menor”, “Expendio de Carnes de Pedro González” o “Madame Coussin, Ramera de París”. Las pícaras canciones volaban a flor de labio: “Como que te chiflo y sales, como que te hago una seña, como que te vas por la leña y te vas por los nopales”, y esta última más filosófica que toda la sesuda filosofía mexicana que ya quisiera haberla inventado para coronar de laureles la rasurada frente de Antonio Caso:
Un perdido, muy perdido
que de perdido se pierde
Si se pierde ¿qué se pierde
si se pierde lo perdido?
La Marquesa Calderón de la Barca describió a los vendedores populares y todavía hoy, en la fiesta de la Candelaria, para la Purificación de la Virgen, se visten niños dioses de terciopelo y resplandores, con guaje y canasta si es santo Niño de Atocha, corona de espinas y manto real de peluche, cetro o báculo, mitra o sombrerito de palma, sandalias y aureolas, guarachitos y libro, espada de metal o rosario de cuentas de papelillo. ¿Águila o sol? Nos la jugamos en un volado en esta ciudad imprevisible y calamitosa en que se codean catástrofes y milagrosas apariciones, robos y altares de Dolores, el Club de Banqueros y las peregrinaciones con nopal al cuello a la Villa de Guadalupe. Me pregunto qué pasaría en París tan cartesiano si de pronto empezaran a salir los niñosdiosecitos desnudos en los brazos de las mujeres de camino al mercado a que los vistiesen de Niño de la Salvación del Mundo, o del Santo Niño de Praga, o del Niño de Atocha. En la Villita, en Tacuba, en las parroquias de Tepito, en Ferrocarril de Cintura, en la mera ciudad de los Palacios, a la voz de: “¿De qué le visto a su niño?”, surge la corte celestial en pleno San Juan de Letrán, hoy eje central Lázaro Cárdenas. San José, San Judas Tadeo, San Martín de Porres son los más socorridos, como lo es el Niño doctorcito que lleva su maletín de médico y su bata blanquísima, más blanca aún que la del Niño de las Azucenas.
Entre las defensas de los automóviles y los embotellamientos, las carreras y el olor a cebolla, aparece en un abrir y cerrar de ojos un espacio de satín blanco y de tira bordada en que los santos ya no son bultos de yeso sino criaturitas indefensas en nuestros brazos terrenales. Los ponemos de cabeza, les quitamos los calzones, los cargamos de los pies como el ginecólogo al recién nacido, nos atrevemos a darles sus nalgadas y renovamos su vestuario. “Santito” canta Liliana Felipe, “Santito”. Los hemos dado a luz, son hijos de nuestro vientre Jesús e incluso cuando vuelven a sus nichos más allá en lo alto les diremos: “Yo a ti te conozco, te tuve entre mis brazos”.
¿Cuándo podrían manosearse así las hieráticas estatuas del medievo, los yacientes gisants que quedaron fuera de su sepulcro, las santas bizantinas, los estilizados frailes con su mirada severa, la austeridad de los pliegues en los hábitos monacales? (Por ejemplo, me da mucho miedo la Catedral de Colonia, siento que como cohete va expulsarme por los aires). Sólo en México, la iglesia huele a gente, quizá porque los feligreses andan astrosos. Sólo en México el santoral es propiedad pública y federal.
En la Candelaria del 2 de febrero de 1989 se coló un osito de peluche entre los niños dioses y sin más lo vistieron de niño Muevecorazones, con su capa cubierta de milagros. En el zoológico de Chapultepec había muerto Mamá Panda después de rechazar su último bambú. Quizá esa fue la razón. Quizá en el futuro los panditas remplacen a los niños Jesús.
Amo las Vizcaínas, la calle de Moneda, la Antigua Aduana y la Pinacoteca Virreinal, amo el templo de Regina Coeli, la casa del Marqués del Apartado y la antigua Cárcel de la Perpetua, amo el Claustro de Sor Juana, la Santa Veracruz y la San Juan de Dios sentadas una frente a la otra como dos viajeras en un tren invisible, pero más amo ver llegar a los peregrinos que descienden de los autobuses con sus pantalones gastados y sus camisas luidas, los que vieron en sueños la moneda de oro de la capital; amo la epopeya invisible de los que hacen todo por sobrevivir en medio de los deshechos industriales, los ennegrecedores vapores de la gasolina y el ozono que penetra en sus pulmones. Amo el rostro humano del Distrito Federal, perro apaleado, perro callejero, que tanto hemos maltratado y ahora nos lo devuelve con creces. Amo al afilador de cuchillo, al barrendero, al evangelista del portal de Santo Domingo, al cilindrero, al de los raspados. Son ellos quienes sostienen a la ciudad en sus manos fritangueras, son ellos quienes la acunan, la mecen, la suenan, le ponen una friega de perro bailarín y al mismo tiempo le dan su razón de ser.