Párpados azules
Pequeña crónica de los pobres amantes. Luego de ganar el premio de un viaje para dos personas, todo pagado, hotel cinco estrellas, coctel de bienvenida, clase de aeróbicos incluida, en la espléndida playa Salamandra, la tímida empleada de tienda de confección de uniformes Marina Farfán (Cecilia Suárez) descubre que no tiene a nadie con quién compartir tal privilegio. El azar, que con sobrada malicia hace y deshace las cosas, propicia su encuentro con un alma gemela, de la que hasta el momento ignoraba la existencia: Víctor Mina (Enrique Arreola), empleado universalmente ignorado en una compañía de seguros, donde se encarga del buen manejo de una fotocopiadora. El joven apocado recuerda a Marina como antigua compañera de escuela, pero no consigue que ella registre memoria alguna de su paso por el colegio o de sus pretendidos amigos comunes.
Cuando la hermana de Marina intenta, mediante un burdo chantaje sentimental, aprovechar el premio para ella y su marido, la joven decide proponer a Víctor que sea su compañero de viaje, fingiendo recordar todo el pasado e inclusive interesarse en él.
Párpados azules, primer largometraje de Ernesto Contreras, realizador de cortos notables (El milagro, Los no invitados), con un guión de su hermano Carlos, es una gran sorpresa en el cine mexicano actual. Su originalidad no reside en su propuesta temática, sino en el estilo y tono en que el realizador ha elegido contar la pequeña anécdota.
Hace cuatro décadas, Servando González, cineasta menor, aunque en su momento muy popular, realizó Los mediocres (1962), película de episodios basada libremente en filosofismos extraídos del libro de José Ingenieros El hombre mediocre, con epigramas de Tomás Perrín. El último episodio, Las cucarachas, narraba una trama parecida a la que hoy proponen los hermanos Contreras. La gran diferencia es la calidez y frescura con la que Párpados azules relata una historia que en los años 60 sólo fue sordidez, sensacionalismo y un mal disimulado desprecio clasista.
Las existencias grises de Víctor y Marina, sus torpes y mecánicos escarceos sexuales, su deambular por un territorio urbano tan anónimo como ellos mismos, tienen un buen contrapunto en la elegante sensualidad de la cámara de Tonatiuh Martínez. Hay también otro contraste, esta vez temático, en la historia paralela de la dueña de la tienda de confección, doña Lolita (Ana Ofelia Murguía), quien en medio de la enfermedad y la vejez tiene ánimos para ensayar una discreta revuelta emocional y expresar el anhelo de libertad y vitalidad, del que parecen privados los jóvenes amantes.
Ernesto Contreras propone vidas tan desdibujadas y tristes como las que pueblan los relatos del finlandés Aki Kaurismaki (Nubes pasajeras, 1996). Los diálogos son escasos, la carne es triste y las gratificaciones apenas convincentes; sin embargo, es este tono de morosidad deliberada lo que rompe radicalmente con las propuestas reiterativas de la comedia romántica nacional de inspiración hollywoodense.
La apuesta del director es concentrar el interés de la historia en las excelentes actuaciones de Cecilia Suárez y Enrique Arreola; extraer de ellos una gama de gestos de gran fuerza expresiva, y explorar así esa complejidad dramática que el cine mexicano comercial rechaza de entrada, prefiriendo azarosamente una supuesta eficacia.
Hay un buen número de escenas humorísticas, pero jamás al precio de ridiculizar a los personajes. Hay también el rechazo de los patrones habituales de encanto y belleza, dado que Víctor y Marina son los no invitados a la feria de vanidades del buen look y la frivolidad. Una pista sonora atractiva completa el recorrido intimista por las existencias de dos personajes que, teniendo tanto vacío que compartir y una manera tan generosa de hacerlo, terminan por acceder a una felicidad inesperada.