Toros
José Tomás, bienvenido al montón
Por primera vez desde que, hace 12 años, Rafael Herrerías convirtió la corrida del 5 de febrero en el más importante acontecimiento social de los aficionados pirrurris, la Plaza México registró ayer, a duras penas, poco más de media entrada. Justo corolario a la temporada de la miseria, se agotaron los boletos de los asientos numerados, mientras los de tendidos generales se quedaron en la taquilla.
De todos modos, se vio el acostumbrado desfile de camionetas con celebridades y guaruras, así como el de los 50 defensores de animales, que puntualmente hicieron su pequeño mitin de repudio a la fiesta brava horas antes de la pachanga con el consiguiente descontento de los granaderos, únicos a los que lograron impresionar.
A las dos de la tarde, aún era posible comprar al precio los boletos de las filas 17 a la 23 del segundo tendido de sombra, mientras los revendedores pedían hasta 2 mil pesos por algo que se podía conseguir en 200 y como de costumbre, los que llegaron tarde y pagaron cualquier cantidad con tal de entrar, a la hora de la hora aplaudieron todo, como para desquitar lo que habían despilfarrado, haciéndose pasar por grandes conocedores.
Así, por ejemplo, a José Tomás lo ovacionaron cuando su primer toro lo desarmó, lo cual es tan desatinado como si usted en el futbol le echara porras al que lanza un tiro de esquina y pone el balón fuera del terreno de juego.
Sin embargo, a diferencia de otros años, la muchedumbre villamelona mostró mayor discreción y recato, sin caer para nada en el fácil paroxismo al que los transportaba con sus trucos baratos el valenciano Enrique Ponce, que en esta ocasión prefirió irse a las Antípodas con tal de estar lo más lejos posible de José Tomás.
Vestido de tabaco y oro, con unas patillas que le daban un aire muy grave, José Tomás tenía sobre sus espaldas todo el peso no sólo de la corrida de ayer, sino también de la del lunes, pues por una parte debía demostrar ante el público conocedor y sobre todo a él mismo, que estaba de regreso en la fiesta para acabar con el cuadro y pasar a la historia como el mayor de los mitos de los tiempos posmodernos, y por la otra, lo que se veía aún más difícil, debía superar el enorme paquete que Sebastián Castella le dejó anteayer en el centro del ruedo.
Conclusión, el artista de Galapagar no consiguió ni lo uno ni lo otro. No pudo borrar la impresión de que vino a matar novillos para hacer la América, y estuvo muy por debajo de lo que había hecho cuando reapareció en Morelia, el 30 de septiembre, donde pese a que el ganado era muy chico, lo citaba con la muleta atrasada, exponiendo todo, y realizando un milagro de la estética al producir la reunión entre la franela y los pitones del rumiante.
Ayer, por desgracia para él y para todos, no hubo nada de eso. Alicaído, sin luz interior, ejecutó dos faenas más bien mediocres ante un ejemplar de Los Encinos con el que simplemente no pudo, y otro de Xajay, al que simplemente fue incapaz de cuajar. Y lo más triste: cada vez que intentaba algo, la gente en los tendidos se decía, Castella lo hubiera hecho mejor.