Usted está aquí: jueves 7 de febrero de 2008 Opinión Italia: crisis y descomposición

Editorial

Italia: crisis y descomposición

Con el telón de fondo de la crisis política por la que atraviesa Italia, tras la dimisión, el pasado 24 de enero, del primer ministro Romano Prodi, el presidente de ese país, Giorgio Napolitano, disolvió ayer el Parlamento. Con ello, esa nación mediterránea se enfila hacia unas elecciones generales anticipadas –a tan sólo dos años de las legislativas– que, al parecer, se llevarán a cabo en abril próximo y a las que el ex primer ministro italiano –magnate de las telecomunicaciones y líder de la derecha partidista–, Silvio Berlusconi, llegaría con altas expectativas de triunfo, a juzgar por encuestas recientes.

Ciertamente, un llamado tan intempestivo a las urnas no es sano ni conveniente para la sociedad italiana: como el propio Napolitano ha señalado, se trata de una “anomalía”, que “no dejará de tener consecuencias para la gobernabilidad del país”. Pero peor es aún el hecho de que los comicios se llevarán a cabo con base en la legislación electoral vigente, popularmente conocida como la cochinada, que fue engendrada e impuesta por el propio Berlusconi, con miras a asegurar su relección en mayo de 2006 –que finalmente no consiguió–, y que es señalada como la principal causante de la inestabilidad institucional que enfrenta Italia. En efecto, la ley en cuestión es inequitativa y dota de una fuerza desproporcionada a los partidos pequeños, con lo que éstos pueden convertirse en goznes de alianzas para gobernar y ejercer, en consecuencia, un chantaje permanente sobre las fuerzas políticas mayores. Tal normatividad dejó a la coalición de Prodi sin la mayoría en el Senado y terminó por provocar su salida del cargo.

La negativa sistemática de la derecha parlamentaria a la propuesta de instaurar un gobierno de transición que impulse una reforma electoral antes de la celebración de nuevos comicios, en conjunción con el desgaste y la división que acusa la coalición de centroizquierda al interior del Senado, no ha dejado más remedio que la convocatoria a las elecciones anticipadas, y hay razones para temer que en ellas Berlusconi se salga con la suya: regresar al gobierno.

Lo más lamentable de esta perspectiva es un nuevo ejercicio del poder por parte de una figura impresentable como Berlusconi, sobre quien pesan señalamientos por sobornos, fraudes, lavado de dinero, vínculos con la delincuencia organizada y hasta homicidio. En distintos momentos del pasado reciente, la presencia de este empresario en la primera magistratura, así como la fuerza parlamentaria de su partido le han permitido detener las investigaciones judiciales en su contra y tejer a su alrededor una red de impunidad casi perfecta. Por añadidura, Berlusconi ha conjuntado el poder político y el corporativo en maridajes tan lucrativos como inmorales, y gracias a ello ha logrado hacerse con la mayor fortuna personal de Italia e ingresar a la lista de Forbes, de los individuos más ricos del mundo. Por si fuera poco, en su calidad de primer ministro, y a contrapelo del sentir mayoritario de la sociedad italiana, Berlusconi participó en la guerra ilegal, injustificada y atroz que George W. Bush lanzó hace un lustro contra Irak.

Sería particularmente desastroso que un poder de facto, mediático, empresarial y delictivo, como el que encabeza Silvio Berlusconi, vuelva a tomar como rehén a las instituciones de Italia, un país pretendidamente democrático, miembro de la Unión Europea, y que es además una potencia económica e incluso militar. El que un personaje tan turbio pueda tener tal influencia en el seno de la comunidad europea es indicador, por demás significativo, de las inconsistencias morales y de la hipocresía que minan a ese conglomerado de naciones, que con frecuencia se reclama a sí mismo como promotor y protector mundial de la legalidad, la democracia y la transparencia.

 
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