La revisión que urge
La contundencia de los pronósticos económicos para el año que comienza no debería servir para la resignación ante lo inevitable, sino para actuar cuanto antes y salirle al paso a las peores tendencias y plantearse pronto la necesidad de una revisión de las instituciones desde las cuales se diseña y conduce la política económica nacional. Encarar las fuerzas más negativas de la economía supone, desde luego, legitimar la acción de la política y, más que nada, admitir la necesidad de intervenciones gubernamentales en la coyuntura. Pasar revista al marco institucional debería llevar a preguntarse si la opacidad reinante en los órganos responsables de la conducción económica no se ha vuelto una suerte de fuerza procíclica en la que la ideología dominante en los círculos financieros públicos y privados se da la mano con costumbres y creencias nefastas que hacen de la política una rutina del todo contraria a la innovación y la acción oportuna, como lo demanda la emergencia creada por la alta probabilidad de una recesión estadunidense.
Sin duda, lo primero se puede hacer a partir de un plumazo en Hacienda. Recursos disponibles hay, y proyectos para la infraestructura deberían existir en los portafolios de las constructoras sobrevivientes y los despachos de ingenieros que han quedado. Pero es claro que aun en esta hipótesis falta hacerse cargo de que el peor de los escenarios nos habla ya de un decrecimiento de la economía cercano a 2 por ciento, y de que el más optimista nos señala un avance del producto interno bruto apenas por encima de 2.5 por ciento. Es decir, que en cualquier caso tendremos un panorama desolador en materia de creación de empleos formales, lo que hará crecer la informalidad y las presiones al ajuste subversivo de la migración internacional (cálculos del profesor Eduardo Loría, del Centro de Modelística y Pronósticos Económicos de la Facultad de Economía de la UNAM).
Por lo que toca al entorno institucional, es claro que la costumbre estabilizadora cultivada en el eje Hacienda-Banco de México debería moverse ya hacia panoramas y visiones contracíclicas, que fueran además el prolegómeno a una ronda reflexiva y de investigación que tomara en serio, como tarea política prioritaria, responder a la pregunta central de inicios del milenio: ¿por qué, habiendo hecho la tarea encomendada por el canon del Consenso de Washington, hasta coronarla con un acuerdo de libre comercio con la mayor potencia económica del planeta, no crece la economía y más bien se encoge, reduciendo progresivamente su potencial de crecimiento?
La gestión pública de la economía es siempre tarea de Estado, a pesar de que su operación recae siempre en los gobiernos que tienen que lidiar con las coyunturas y los reclamos no siempre racionales ni encauzables de la población, sus respectivas clientelas electorales y las exigencias y chantajes de los grupos de poder e interés corporativo. Lo que en nuestro caso sobresale es que lo público de la política económica se perdió en las brumas de las crisis de fin de siglo y que ni siquiera se cuenta hoy con el formato oligárquico pero deliberativo de los antiguos pactos estabilizadores. Más que pasar de esos convenios de corto plazo, en 1994-1995 se pasó al enclaustramiento de la política económica, primero en las computadoras del doctor Zedillo y luego en las arcas del Banco de México, cuya autonomía se entendió como cerrojo del quehacer político en materias económicas y financieras. Soltar esas amarras y modernizar el banco central para actualizar sus deberes y obligarlo a buscar el crecimiento, y no sólo la estabilidad, debería ser parte de la reforma del Estado en curso, del mismo modo que el Congreso debería revisar pronto una Ley de Responsabilidad Hacendaria que significa en los hechos una ingenuidad presupuestaria de museo pero del todo indigna de un Congreso comprometido con el desarrollo económico y social, como deben serlo los órganos colegiados que además quieren ser representativos del interés general.
Por oscuro que haya amanecido 2008, el declive, la recesión o la crisis siguen ofreciendo oportunidades para innovar y reformar. La constitución de un consejo económico y social podría ser un primer paso importante en esta dirección, para evitar que desde el Ejecutivo sigan empeñados en jugar a Harry Potter y crean que con conjuros y votos de coraje se puede manejar una economía compleja a la vez que frágil y vulnerable como la que nos dejó tanto cambio estructural diseñado sin estructuras mentales nacional y de largo plazo. Contrariamente a lo que Keynes nos enseñó, es urgente recuperar la mirada larga, porque en ella nos va la vida.