La “partidocracia” y el IFE
La elección del nuevo presidente del IFE y otros dos consejeros electorales ha desatado la enésima campaña contra la “partidocracia”. Entiendo que hay motivos suficientes para criticar a los actuales partidos y a sus grupos parlamentarios, pero no es esa la razón de quienes un día sí y al otro también se rasgan las vestiduras en defensa del inerme ciudadano. Para esos severos críticos –que no llegan a las alturas teóricas de los ideólogos conservadores que los inspiran–, la oposición entre el ciudadano y el partido (o entre el gobierno y la ciudadanía) se sustenta, en realidad, en un sofisma, consistente en reducir a los “representantes de la nación”, como define la Carta Magna a los diputados, pero también a los “militantes” de los partidos, a ser una clase aparte de no ciudadanos, una especie de ornitorrinco político amenazador que la sociedad debería mantener a raya (habría que considerar, por cierto, cuál es el perfil de ese ciudadano imaginario capaz, por ejemplo, de comprar espots en televisión). Como sea, la afirmación de los intereses partidistas es vista por ellos como una petición de principio excluyente, como si la democracia fuera posible sin darle legitimidad al pluralismo sobre el cual se funda la “asociación” de los ciudadanos en partidos. En fin, el debate es viejo, aunque ha resucitado al calor de la reforma electoral recién aprobada, con el nuevo enfoque sobre las campañas y los medios, pero también con el nombramiento de los consejeros del IFE, asunto cuyo manoseo y trivialización fue aprovechado para denostar –ojo puristas– a los órganos e instituciones de la democracia representativa.
Parece obvio que el IFE no volverá al cauce anterior al 2003. El contexto nacional ha cambiado. Las exigencias también y la institución está debilitada, no obstante el consenso de última hora para salir de la crisis. Esta situación es el corolario de la incapacidad de las fuerzas políticas para asumir en profundidad el descalabro político e institucional creado por el 2006. Se puede debatir mucho al respecto, pero lo cierto, el hecho político subrayable en este punto, es que la mayor institución creada por y para la transición perdió la confianza de una franja indispensable del espectro político, la opinión y la ciudadanía. Luis Carlos Ugalde y los suyos debieron irse antes para facilitar las cosas, pero se hizo creer que no había pasado nada. Grave error.
En consecuencia, la urgencia de realizar un cambio de fondo en el marco jurídico electoral se planeó como una de las vías para rencaminar la vida política por los cauces del respeto mutuo, el juego pluralista y el alejamiento de toda tentación de violencia, todas ellas ilusiones legítimas que se hallaban sepultadas bajo el peso de la crispación y la desmoralización poselectoral. A querer o no, la reforma electoral se asume como el intento de atacar las fuentes de la inequidad manifiestas en el 2006 y, al mismo tiempo, resolver de raíz la crisis del IFE, eligiendo un nuevo Consejo General. Pero los legisladores, ya sea por los compromisos adquiridos o por negligencia, en vez de remplazar a todos los integrantes del cuerpo directivo decidieron escalonar los cambios, paso a paso, con sospechoso gradualismo. En el fondo, el panismo aceptaba cambiar pero temía, como señaló Ugalde, que la operación se viera como tardío reconocimiento del fraude, es decir, como un triunfo inesperado del lopezobradorismo, y pretendió mantener vivas algunas de sus cartas. El PRI, convertido en fiel de la balanza, impulsó las suyas ante un PRD que, dividido, aún no sabe (o no quiere) combinar la acción legislativa con la presencia en las calles, ni siquiera cuando lleva la voz cantante o la iniciativa. Pero el mecanismo adoptado por los jefes parlamentarios fue ineficiente, favoreció los vetos y ofreció pretexto para nuevos ataques contra la “partidocracia” y algunos contenidos de la reforma aprobada.
Muchos de los críticos de hoy no se lamentaron en el 2003, cuando el nombramiento se realizó excluyendo al PRD con la complacencia bipartidista del PRI y el PAN. Tampoco se sorprendieron cuando varios de los antiguos ex consejeros pasaron sin solución de continuidad del Consejo General a la Cámara de Diputados y luego al gobierno foxista, sin recato alguno por su talante “ciudadano”, aunque era evidente la manipulación de la institución aprovechándose de lagunas legales.
Resulta evidente que para liberar esa tensión no hace falta escoger entre un grupo de “ciudadanos puros”, inexistentes en nuestra conflictiva sociedad, sino en crear un órgano colegiado profesional integrado por personas solventes, terrenales, es decir, con opiniones propias pero sin militancia partidista. Sin embargo, esa lógica pareció invertirse al privilegiar a los aspirantes más “complacientes” con una postura política dejando fuera a varios de los “mejores”. El plazo se venció. Si bien la búsqueda del consenso, imprescindible en esta etapa, exige equilibrios políticos, es verdad que resulta del todo incompatible con el sectarismo ad hominem y la puñalada gandalla al prestigio de las personas disfrazada de radicalismo. Se ataca, por ejemplo, al nuevo consejero presidente por acciones derivadas de su actuación en el pasado, como el rechazo a la documentación que acreditaba la residencia de López Obrador en la ciudad de México. ¿Basta para definirlo como azul? ¿Y qué diríamos de sus compañeros de partido que entonces lo impugnaron con esos argumentos? Un poco de seriedad no le vendría mal a los miembros de ese autodesignado Tribunal de Salud Pública Revolucionaria. En mi opinión, la mayoría del PRD en el Congreso cumplió con su deber al sumarse al consenso.
Ahora viene lo más difícil. Leonardo Valdés Zurita tendrá que lidiar con un consejo con fecha de caducidad para sacar adelante un trabajo inmenso, pero sus desafíos principales son de orden político, pues tendrá que proceder con firmeza y extremo cuidado en temas que no son aleatorios, como la nueva relación con los medios, habida cuenta de la responsabilidad que ahora le toca al Consejo General. Sería una ilusión creer que las presiones desaparecerán. La ley, pero sobre todo la actuación de las fuerzas políticas, definirá el lugar del IFE en un contexto de grandes confrontaciones y búsqueda de reformas.