Convocó en Bellas Artes a todas las potencias del universo para crear belleza
Bobby McFerrin escanció una catarata de bendiciones en forma de música
Forjó una burbuja sónica frente a un mar de testas sumergidas en la penumbra
Con sus invenciones espontáneas, compartió su don supremo de conectarse con la divinidad
Ampliar la imagen Bobby McFerrin durante el concierto, la noche del jueves, en Bellas Artes Foto: Marco Peláez
Un jardín zen formado con arena sonó durante cien minutos la noche del jueves 14 de febrero en el máximo recinto cultural de México.
Cien redondos minutos, cien redondas, cien frases escritas en un grano de arena movida por un monje zen para formar una corchea y luego borrarla, en cuanto termina de sonar una redonda, que es la figura musical equivalente a cuatro pulsos de negra, signo sonoro que a su vez indica la duración de un tiempo.
Sin partitura, sin negras, redondas ni corcheas enfrente sino un mar de testas sumergidas en la penumbra, el maestro zen Bobby McFerrin compartió su poder, su don supremo de conectarse con la divinidad y llevarnos de la mano.
Desde las 20:36 hasta las 22:16 formó una burbuja sónica con el poder cósmico y sereno de sus invenciones espontáneas, su manera de plantarse solo, solito y su alma a unos centímetros del proscenio con un micrófono inalámbrico, muchas trencitas negras en la melena, un pantalón de mezclilla y una T-Shirt tan cómoda como los olanes de sus melopeas.
Inició a la manera de Keith Jarrett con una disquisición improvisatoria de 18 minutos de duración a partir de una célula motívica sencilla y serena que empezó a formarse ola con efecto expansivo como la piedra en el estanque (y el poeta Li-Po vio en el centro de la superficie del agua reflejada claramente la Luna en su cuarto creciente) y la ola se volvió oleaje de pleamar y bajamar consecutivos en cuanto alternó, en efecto cuasi sicotrópico, notas bajas y altas en una simultaneidad increíble. Uno escuchaba, veía, todo era cierto pero al mismo tiempo increíble: la formación perfecta de las notas, las negras, semifusas, redondas y corcheas en un mismo plano en oleaje expansivo y creciente hasta llegar a un límite de placer extremo.
Ahora alarga el brazo izquierdo, extiende la pierna derecha y con la palma siniestra alcanza registros claros de bajo en woofer, invisible y tangible al mismo tiempo. Apenas han transcurrido tres minutos y ya el tiempo físico ha desaparecido. El mar de testas ha cobrado cuerpo y las personas circunstantes se han convertido, por obra y gracia de la música que suena, en almas limpias. Si antes de entrar eran evidentes las malas personas, las buenas y las impasibles, los famas, cronopios y esperanzas, en este instante todos se han convertido en buenas personas, cobijadas en la esfera que los circunda. Suena entonces la música de las esferas.
Cien minutos de gracia
McFerrin alarga ahora las vocales. Rimbaud bajado del barco ebrio haciendo sonar oboe, fagot, viola y clavicordio sin pulsar ninguno de estos instrumentos sino simplemente su garganta. Ese es Bobby McFerrin convocando todas las potencias buenas del universo para crear bondad, belleza, sonrisas que suenan. Porque el público en su mayoría no se ha percatado que lleva hechas como 200 bromas musicales que de tan finas y casi imperceptibles apelan a lo mejor de cada una de las almas cultivadas hasta que suelta chistoretes musicales obvios para que las carcajadas se desgajen en horcajadas como cataratas de alivio entre la muchedumbre.
La contundencia de la lluvia de redondas, semifusas y corcheas es alucinógena y al mismo tiempo práctica, tangible, como un óleo puntillista, como el efecto impresionante de un cuadro impresionista, los paraguas y las waterlilies de Monet, los olanes blancos de las bailarinas de Degas difuminadas, el efecto pictórico de trompe l’oeil, el bosque de Magritte y su pipa que no es una pipa ni es una manzana, la solfa que es anacrusa, la anamorfosis de Luca Giordano, la música de las esferas de Pitágoras, la perfección arquitectónica del viejo Bach.
Eso, Bach, la perfección nombrada música entrecruzada con la gracia arcangélica de Mozart. Y ahora que digo Mozart sucedieron entre los cien minutos de gracia celestial que vivimos la noche del jueves en Bellas Artes, dos momentos más allá de lo inefable y lo espontáneo: una, cuando Bobby McFerrin entabló una disquisición de canto de hadas espejeante con el que es el mejor, junto con Hush que grabó con Yo-Yo Ma, de todos sus discos: Mozart inventions, donde McFerrin dirige a la Saint Paul Chamber Orchestra en los conciertos 20 y 23 del arcángel Mozart y Chick Corea es el solista al piano, pero lo mejor, del disco sucede en el intersticio, es decir entre un corte y otro hace invenciones espontáneas tan angelicales como las que hizo nacer de su pecho la noche del jueves.
El otro momento sucedió para sorpresa de McFerrin cuando una vez concluido su ritual de conciertos como hombre solo en la escena y hacer bailar y hacer música hasta a las piedras, invitó al público a cantar el Ave Maria de Gounod, mientras él cantaba el Ave Maria de Bach y cuatro voces esplendorosas de soprano anónimas y espontáneas, entre el público, guiaron, sin que esto estuviera programado, a la multitud en una de esos raros milagros que suceden en muy pocos conciertos en la vida, incluida una vida mejor que la de un santo como la de Bobby McFerrin.
Cien minutos de gracia, cien minutos de felicidad. La noche del jueves desde Bellas Artes cayó sobre las testas de los humanos una catarata de bendiciones en forma de música.
Námaste, McFerrin.