Ehrenberg o los confines
De la llama de una vela que tirita misteriosa frente al espejo, iluminando con su luz el rostro de una joven y un cráneo de muerto, en una tela de Georges La Tour, del enigma sellado para siempre por Leonardo en los labios de la Gioconda, de la revelación de un secreto con su ocultamiento definitivo que representa la lectura de una carta por una joven a la luz que entra por la ventana en una cuadro de Vermeer, a la descomposición de las formas aparentes por el cubismo en que se aventura Picasso, a la violencia de los estallidos de color de De Kooning, a la transgresión de los cuerpos de Bacon, al blanco sobre blanco de Malevitch, o la luz negra de Soulages, hay una vuelta de 180 grados en el compás de la historia de la pintura.
La reproducción “fotográfica” –si es permisible utilizar un anacronismo para calificar telas pintadas antes de la invención de la fotografía– es abandonada a la “cámara oscura” por el arte pictórico que se lanza en busca de nuevos caminos. Caminos que no llevan a ninguna parte algunas veces, simples callejones sin salida en muchas ocasiones.
Si se considera la manida hipótesis de que en literatura “todo ha sido dicho” y que ninguna nueva palabra puede en adelante ser escrita por persona alguna, ¿qué sucede, desde este punto de vista, en la pintura o de lo que hoy se denomina de manera más general “artes gráficas”?
Felipe Ehrenberg me parece partir de esta constatación. Todo ha sido hecho, todo ha sido pintado, esculpido, dibujado.
¿Qué hacer, entonces?
La cuestión de Ehrenberg no es exactamente la de Lenin, quien también se preguntaba: ¿qué hacer? Pero Lenin no era pintor. Para él, las cuentas hechas, las cosas bien pesadas en la balanza, la cuestión era simple. Se trataba de tomar el poder. Enseguida, de ejercerlo, asunto ya más difícil. Mientras que un pintor, un artista, tiene por delante un territorio que no se trata de conquistar para ejercer el poder. Se trata de un espacio, nuestra Tierra, donde nuestras miradas de ciegos titubean en busca de una luz que permitiría ver con algo más de claridad. Tal es el destino del artista: no el de conquistar el poder, sino el de proporcionar a los otros una mirada nueva sobre el mundo en donde viven.
Sin duda por ello, desde hace apenas unas décadas, aparecen esas nuevas formas que se denominan “instalaciones”: sonoras, mudas, fijas, móviles, colgantes, erguidas, humanas, monstruosas, simples objetos, en plástico, en metal, de trapo, efímeras, más o menos duraderas... Se trata de instalar, ya no un cuadro que supondría representar más o menos bien una realidad ya existente, sino de situar, en medio de lo real, la provocación de un dispositivo extraño, asombroso, inútil, incongruente, el cual tiene la tarea de extraviar el sentido común y de imponer la presencia de una realidad dispuesta de otra manera, a la inversa de nuestra percepción cotidiana.
¿Provocación? Sí, evidentemente. Pero, ¿para qué podría servir la obra de un artista si no fuese para provocar la mirada, y así el espíritu, para impugnar de nuevo la percepción habitual de las cosas? En fin, para perturbar ese sueño tan tranquilo que nos evita mirar y ver. En alguna forma, el artista está ahí para impedirnos dormir, o más bien para despertarnos. Para abrirnos los ojos.
Eso es lo que hace Ehrenberg, de todas las maneras posibles, en todas las formas que puede. Pintor, dibujante, estas palabras no tienen gran sentido para él ni para lo que hace.
Que Felipe sea un gran dibujante, como me lo hizo ver Juan Soriano hace más de 20 años frente a una tela de Ehrenberg mostrándome el trazo de los dedos de una mano, no tiene relevancia si su autor prefiere el polifacético juego de su propia persona: pintor, dibujante, actor, periodista, diplomático, ebanista... Lo importante, acaso, y que tal vez su retrospectiva en el Museo de Arte Moderno nos dará el asomo, si no de una respuesta, al menos de una cuestión que la engendre con claridad, es saber si existen, como yo creo, caminos que aún llevan a alguna parte en la pintura.
Tales son las puertas inquisidoras que Manchuria: visión periférica, nombre de esta exposición, propone entreabrirnos.