Editorial
Fidel: renuncia y calma
Tras casi medio siglo de concentrar en su persona los máximos poderes del gobierno cubano, Fidel Castro Ruz dio a conocer su decisión, en un mensaje publicado en el diario Granma, de no aspirar a la presidencia del Consejo de Estado, cargo que desde julio de 2006 había delegado en su hermano Raúl, hasta entonces ministro de Defensa. En una carta llana y precisa, el líder histórico justificó, por motivos de salud y ante la imposibilidad de “ocupar una responsabilidad que requiere movilidad y entrega total”, el fin formal de uno de los más prolongados ejercicios de poder en la historia.
El anuncio fue festinado por el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, quien en el contexto de una gira por África afirmó que “el cambio de Fidel Castro debería dar inicio a un periodo de transición democrática”, y que ésta debería conducir a elecciones “realmente libres y realmente justas”; también manifestó su júbilo el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza, quien afirmó que la renuncia de Castro a la presidencia de Cuba implicará “un cambio grande en América Latina”, y confió en que la isla se reintegrará al organismo regional de naciones, del cual fue expulsada en 1962.
A esas voces se sumaron las de la Unión Europea, en colectivo, y las de varios de sus socios individuales, como España y Francia. Todas ellas coincidieron en resaltar la noción de que la formalización del retiro de Castro abrirá perspectivas para una transición a una economía de mercado y a una “democratización” en la isla.
El anuncio de ayer contrasta con las proyecciones que auguraban y propiciaban el derrocamiento violento del dirigente y hasta una guerra civil como resultado de la muerte de Castro o de su salida del poder. La realidad fue convirtiendo tales augurios en pronósticos de un ejercicio vitalicio de las funciones del comandante. Prácticamente nadie que asumiera esa lógica previó el retiro voluntario y pacífico de Fidel Castro en el contexto de un proceso institucional, como a la postre ocurrió.
El yerro se explica por el empecinamiento de Occidente y sus aliados en ignorar lo que puede percibirse ahora como solidez y estabilidad políticas del régimen cubano, y por la torpeza de confundir a las instituciones con la persona que detentaba su máxima conducción. Esa misma falta de criterio impidió a Washington, Bruselas, Madrid y París, así como a la OEA, comprender que la transición en Cuba no comenzó ayer, sino incluso antes de que Fidel Castro se retirara provisionalmente, hace más de año y medio, y que, de acuerdo con los elementos de juicio disponibles, los procesos políticos cubanos no dependen, en lo esencial, del estado de salud de quien fue, hasta ayer, el máximo dirigente del país.
Más aún, en el momento presente los adversarios y críticos de la Revolución Cubana se niegan a aceptar que la transición en curso no necesariamente avanza en la dirección que a ellos les habría gustado. Pero, en los 20 meses transcurridos desde que Castro se vio obligado por razones de salud a ceder el mando gubernamental, los hechos indican que la institucionalidad cubana es lo suficientemente sólida y estable como para sobrevivir a su fundador.
Ello no necesariamente significa que Raúl sucederá en automático a Fidel en todas las funciones que el segundo desempeñó durante años. Un dato significativo al respecto es que el hasta ayer comandante en jefe declinó a sus cargos gubernamentales, mas no a su carácter de primer secretario del Partido Comunista, organización que tiene un calendario propio y diferente al de la Asamblea Nacional del Poder Popular (parlamento).
El terreno político cubano del futuro próximo se configurará, en gran medida, el domingo 24 de febrero, cuando la asamblea se reúna para designar al Consejo de Estado, máxima instancia gubernamental. Las decisiones que se adopten allí el último día de esta semana darán más elementos para análisis posteriores.
Con todo y el encono agresivo que ha padecido desde sus inicios, con sus problemas internos y externos, con sus carencias y sus excesos, así como con sus logros extraordinarios en lo social, especialmente en los terrenos de la educación y la salud, el régimen emanado de la Revolución Cubana no ha sido, ni es, un reducto del inmovilismo, como lo han imaginado sus enemigos, sino una institucionalidad política con capacidad para la renovación y el cambio. La renuncia de Fidel Castro al gobierno de la isla es una prueba fehaciente de ello.