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Cartas africanas y otras
Más rico que Slim y Gates
Dólares y pulgadas
Ampliar la imagen Una de las Torres Petronas en Kuala Lumpur, Malasia: 452 metros
Mi buzón de correo electrónico es la hostia. En lo que va de esta semana he recibido 81 propuestas de negocios por parte de cuarenta y tantos banqueros, funcionarios o doncellas desamparadas de África que sustrajeron 4, 7 o 16 millones de dólares de la cuenta de un difunto, que robaron cantidades similares de alguna empresa petrolera o que heredaron sumas equiparables de un padre asesinado. Los firmantes ostentan nombres hermosos y sonoros, como Malaki Ahmed, Jules Zeina, Musa Belo, Morys Tataw, Hamara Bello y Ali Karbiru. Me buscan para ofrecerme 15, 20 o 30 por ciento de esos dineros si yo accedo a enviarles mi número de cuenta bancaria para que ellos, a su vez, depositen los fondos y los blanqueen. Algunos mensajes, como el que recibí de una tal Princesa Funmilayo, y del que hablé aquí hace tiempo, van más allá del plan de inversión e incluyen, explícita o implícita, una propuesta de matrimonio. En otras ocasiones el remitente es una dama postrada por un cáncer muy avanzado que me requiere para entregarme sus millones a fin de que yo los invierta –a mi total arbitrio, y descontando mi comisión– en obras caritativas. También recibí 23 jugosos premios –de 80 mil dólares a un millón de euros– obtenidos en sorteos de direcciones electrónicas, realizados supuestamente por Microsoft, Coca-Cola, BMW, Yahoo! y otras empresas, así como por loterías públicas ubicadas en Gran Bretaña, Holanda y Cancún. El único requisito para cobrar es que, a vuelta de correo, envíe mis generales (nombre completo, domicilio particular, edad, ocupación, sexo, estado civil, país, ocupación) y el numerito misterioso que me mandaron junto con la notificación, y que corresponde al código de mi premio. Una tercera modalidad de la fortuna, más modesta, es la de las becas: algunas instituciones me informan que me he hecho merecedor a las suyas –de 20 mil a 200 mil dólares– para que cubra los gastos de mi educación a lo largo de uno o dos años, sin que al final deba presentar comprobación alguna.
Como no tengo nada que hacer en la vida más que abrir correos electrónicos, hace unos días me puse a volcar en una hoja de cálculo los datos de estas proposiciones y buenas nuevas. Les ahorro los detalles y les presento los resultados finales, que son los que importan: de haber accedido a los negocios africanos que me fueron planteados, en menos de una semana habría obtenido ganancias totales por 153 millones 455 mil dólares. A eso hay que sumarle los premios (en euros, libras esterlinas y dólares), que se sacó mi dirección electrónica en sorteos diversos: 29 millones 196 mil 721 dólares: 182 millones 651 mil 721 billetes verdes. Caramba, si me aplicara un poquito en leer y responder e-mails, en menos de un año podría hacerme de una fortuna de 9 mil 500 millones; bien invertidos, y con algo de empeño, en menos de un lustro conseguiría rebasar –por la izquierda o por la derecha, vale madres– a Bill Gates y a Carlos Slim, y situarme puntero en la lista de Forbes.
Por supuesto, no todo es recibir y registrar ingresos. Vía correo electrónico me han ofrecido también planes de inversión inmejorables para comprar grandes extensiones de terreno en Costa Rica, Alaska, la Patagonia y Sudáfrica, a precios muy atractivos: de nueve a 42 dólares la hectárea, con plusvalía garantizada. Si destinara una pequeña fracción de mi fortuna (5 o 10 por ciento) a tales adquisiciones, a la vuelta de los años estaría en condiciones de comprarme el Palacio de las Tullerías, el Taj Mahal y la catedral de Canterbury para hacer de ellos otras tantas residencias de descanso.
Algunas de las propuestas me produjeron cierto pudor pero, ya entrados en gastos y en confesiones, se las platicaré. Y es que, aparte de las perspectivas de engordar el bolsillo, me han enviado múltiples ofertas para alargar y engrosar el pene (¿será que me saben algo o actúan al tanteo?): por unos cuantos dólares puedo ganar de dos a ocho (leyeron bien: ocho) pulgadas adicionales de hombría en sólo seis semanas; en el techo superior de las expectativas, quedaría con un gran total de 30 o 32 centímetros, que viene siendo algo más que la extensión de mi antebrazo. Al llegar a este punto, he dudado de la conveniencia de sumar, como hice con el dinero, los tiempos y los resultados ofrecidos, porque ello no pondría mis atributos anatómicos en el ámbito de lo irresistible, sino de lo francamente monstruoso. Veamos: luego de un año de tratamientos con pomadas, píldoras y bombas de vacío, habría que recitar (en parodia del gran Quevedo) “érase un hombre a un pito pegado”. No habría, ni en este planeta ni en los próximos, humana, ballena ni otra entidad viviente que accediera a jugar juegos de cama con una virilidad comparable a una de las Torres Petronas, esos edificios que son de los más altos del mundo, que ostentan forma de minarete, para hacer honor a la herencia musulmana de Malasia (no conviertan en ofensa lo que es sólo punto de referencia, hermanos islámicos), y que dominan la capital de ese país.
Obvio: en su estado natural, un glande de esas dimensiones se parecería más a un zepelín desinflado que a un edificio altivo, y sería de suma dificultad y gran vergüenza el andar arrastrando metros y metros de pellejo flácido detrás de sí, por no mencionar el riesgo de los pisotones. Antes de iniciar el cálculo de cuántos centenares de barriles de sangre habría que bombear en ese miembro portentoso para ponerlo en erección, me llegó, vía correo electrónico, por supuesto, la solución, o al menos, parte de ella: algo así como 20 por ciento de los mensajes recibidos eran de vendedores de viagra y de levitra, de marca o similares, y de medicamentos “de origen natural”, capaces de enderezar hasta el rumbo económico del calderonato, no se diga un colgajo inerte, por grande que sea, y a precios muy competitivos.
El desafío siguiente sería invertir parte de mi fortuna colosal en una corporación que incluyese un banco de sangre, una gran fábrica de tejido hemático y, tal vez, para complementar, incursiones no muy legales que digamos a los territorios oscuros del vampirismo y el tráfico de órganos. Ah, hay que contar también la inversión requerida en investigación y desarrollo para producir una bomba hidráulica capaz de inyectar metros y metros cúbicos de fluido sanguíneo a mi monumento viril, en una operación semejante a la introducción de combustible en el enorme depósito que los transbordadores espaciales llevan pegado a la barriga.
“Y todo eso, ¿para qué?”, me pregunté al llegar a este punto, y empecé a sospechar que había algo raro en los atractivos mensajes de correo electrónico: si fuera cierto lo que ofrecen y si yo aceptara las propuestas, acabaría convertido en una deformidad malvada como las de las caricaturas japonesas. Para colmo, todo indica que en la vida real los generosos banqueros africanos son más bien estafadores de poca monta que pululan por Europa y que los sueños de grandeza fálica sueños son: el Calderón del Siglo de Oro sí era profundo y veraz. Así que borré todos los mensajes y concluí que es dable hallar satisfacción en la medianía republicana (bien sabía Juárez que la grandeza verdadera reside en otro lado) y hasta en la modesta pequeñez. Disculpen si en todo este relajo perdí algunos mensajes de ustedes y no los respondí. Creo que en breve cambiaré de e-mail y, por supuesto, les pasaré el nuevo.