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Teléfono de Troya
Impulso para nuestro país
Víctimas y vampiros del telemercadeo
Les sonará conocido: “Hace ya varias semanas me han estado llamando de un despacho de cobranza para cobrarle a una persona que no conocemos y que nunca ha trabajado aquí; las llamadas son de lunes a lunes de 5:00 am a 11:00 pm”. Tras una gestión de pesadilla con la empresa responsable de los telefonemas, la protagonista de la historia recibió una respuesta final, también por vía telefónica, de labios de una amable señorita: “Mire, no le podemos ayudar; si está en la base de datos le van a seguir llamando, así que mejor contacte a la persona y dígale que pague”. El teléfono doméstico se ha vuelto la puerta de entrada a nuestra casa para maleantes tipificados –perpetradores de secuestros virtuales, estafadores con sorteos falsos–, pero también para corporaciones cobronas, vendedoras y acosadoras que actúan en una zona gris de la legislación y para cuyas actividades no hay pena de cárcel. Vete con cuidado a la hora de dar tu celular, porque un día te sonará, justo cuando estés por tomar una curva peligrosa, para anunciarte un plan funerario en cómodas mensualidades, y acaso no tengas tiempo de aprobar el contrato oral (“esta llamada será monitoreada con fines de calidad en el servicio”) antes de que te rompas el pescuezo por culpa de algo que no llegó ni siquiera a profecía autocumplida. Extremo delirante: hace unos meses una entidad bancaria dio y tomó por hostigarme a todas horas con la oferta de una tarjeta de crédito irresistible, en las llamadas nones, mientras que en las pares me exigía que pagara el imaginario saldo vencido del plástico que no lograba venderme.
Este infierno que se ha abatido sobre nosotros posee, como el resto de los infiernos contemporáneos, un correlato yuppie en el que abundan las referencias a crecimiento, inversión y ventajas competitivas (El Universal, 15/3/07). En Estados Unidos hay 17 millones de personas en el oficio de jorobarle la paciencia al prójimo, vía telefónica, y en nuestro país son más de 300 mil los reclutados para impedir el sosiego de los telefonohabientes. El Instituto Mexicano de Telemarketing, una entidad tan inconsciente de su propio horror como los piratas de Malasia, se jactaba de que el acoso mercantilista a los hogares mexicanos registraba “un crecimiento anual de 19 por ciento”. Por si algo faltara, a los hostigadores corporativos hay que agradecerles su patriotismo (y su demolición del idioma) porque “los centros de contacto representan una gran oportunidad de impulso para nuestro país en la externalización de procesos de negocios”.
El teléfono ajeno puede usarse, además, para fabricar fraudes de opinión pública, como ocurrió en el primer semestre de 2006, cuando llamantes que se presentaban como empleados del IFE empezaban preguntando por la preferencia electoral de la víctima y terminaban neceando sobre el falso “peligro para México” e induciendo el voto a favor del peligro verdadero. Haiga sido como haiga sido, en octubre del año pasado la irritación social contra los llamadores jodones llegó a tal punto que la Procuraduría Federal del Consumidor se tomó la molestia de establecer un Registro Público de Consumidores (rpc.profeco.gob.mx), instrumento estipulado en una reforma legal de 42 meses antes. Anteanoche, colmada mi paciencia por un mono que insistía en hablar con el dueño antepasado de mi casa, acudí al sitio de Profeco, aunque con un escepticismo basado en el dudoso funcionamiento de esa dependencia, de la Condusef, de la CNDH y de otras abreviaturas repletas de bondad oficial. Se supone que en 30 días, y durante tres años, mi número aparecerá en una base de datos de “intocables” para el telemercadeo, con base en el artículo 18 bis de la Ley Federal de Protección al Consumidor. Por cierto, tal vez la disposición brinde un poco de amparo contra los vendedores, pero no contra los cobradores ni contra los secuestradores virtuales, los que defraudan con sorteos imaginarios o los que tuercen encuestas en beneficio calderónico.
Durante un tiempo me dio por aplicar otras estrategias de defensa, como ofrecer yo a mi vez, a la señorita de la promoción, corrección de estilo a un precio excelente y con cargo a su tarjeta de crédito; leerle a un operador pasajes escogidos de La formación de los latifundios en México e, incluso, a la cuadragésima llamada a las siete de la mañana, decirle “vaya usted y chingue a su madre” al representante del acreedor de un tipo al que ni conozco. La nueva maestra de ballet me platicó una buenísima contra los cobradores, que es rogarles que le presten a uno la suma correspondiente, con la promesa formal de devolverla en un plazo de 30 días: “Mire, le firmo un pagaré para que vea usted que no le miento y que no pretendo engañarlo”. Se puede apostar, de a tiro, por sacarlos de onda: “Vamos a hacer esto: si usted deja de marcar mi número, yo me comprometo a lograr que mi tía (o tío, dependiendo del género del impertinente, y de la orientación sexual que pudiera adivinársele en la voz) se acueste con usted, y viera que para su edad no está nada mal. Es más, mire, para que se anime: yo pongo los condones; ándele, se lo firmo ante notario”. Una treta que no me funcionó fue darme literalmente por muerto (“señorita, la persona que usted busca falleció hace tres días”), porque la damisela me dio el pésame con voz acongojada y unas horas después volvió a llamar, como si nada, para ofrecerle al difunto unas vacaciones en Cancún. Otra es decirles “espéreme tantito, no me vaya a colgar”, dejar la llamada viva, prepararse un café y ponerse a leer La guerra y la paz, con la certeza de que el teléfono no sonará.
Pero he recapacitado, porque mis pequeñas maldades no afectan en nada a los vampiros del telemercadeo y sí, poco o mucho, a la carne de cañón que recibe la ira justificada de la gente. Con un descaro muy triste, Javier Iturriaga, director regional de Manpower, se pavoneaba de la diferencia entre las percepciones de los operadores estadunidenses y las de los mexicanos: 12 dólares por hora para los primeros; un dólar, en promedio, para los segundos, es decir, poco menos de 18 centavos por cada minuto de escuchar mentadas de madre, y unos 3 mil 900 pesos al mes, según cifra del declarante. Si sus números son ciertos, los turnos de trabajo en ese sector serán de 13 horas diarias y de siete días a la semana. “Esta reducción de costos –comentaba– le permite a la empresa ampliar sus horizontes e invertir más recursos en otras áreas de oportunidad.”
En términos de paga, a la bloguera Chicafriki (chicafriki.blogspot.com) no le fue tan mal en una de las empresas que trabajó: jornada de seis horas diarias (no dice cuántos días a la semana) a cambio de mil 350 pesos quincenales pero, según afirma, “el supervisor te insulta, si lo acusas es capaz de ponerte trampas”, “las mujeres sufrimos acoso sexual, intimidación y amenazas” y “las llamadas están una tras otra, no tienes oportunidad de ponerte en ‘no disponible’, estás bajo presión y JAMÁS, JAMÁS, debes levantarte de tu asiento. Las sillas están quebradas, las computadoras con un chingo de fallas, monitores madreadísimos y muy sucios, cucarachas por todos lados y a cada rato te robaban cosas de la mochila”. Pide: “Cualquier persona que te llame a tu casa, o que tú llames, trátala bien... No sabes lo que uno tiene que soportar o hacer para sacar algo de dinero para sus estudios”. Niña, tienes razón. Me disculpo por las gracejadas y las altisonancias proferidas, y me apresuro a poner el tema en la cubierta; a ver si a los connavegantes se les ocurre algo para disipar la pesadilla.