Ser migrante
Al escribir la palabra migrante, la mayoría de los programas de edición de texto de los ordenadores modernos marcan error. El corrector correspondiente explica que existe la palabra inmigrado o emigrante. Al mismo tiempo, en el Diccionario de la lengua española editado por la Real Academia Española, la palabra migrante aparece tan sólo como un avance de la vigésima tercera edición. Esta ausencia de la palabra migrante del cuadro semántico oficial no es una casualidad.
Migrante es el participio presente del verbo migrar. Y en cuanto tal, contempla la acción misma del migrar, la acción presente y no acabada de moverse de un territorio a otro. El mismo verbo migrar no se contempla como tal, sino solamente en sus acepciones de inmigrar y emigrar. ¿Límites de un idioma? Quizás, o tan sólo límites de un lenguaje que aún no es capaz o no quiere ser capaz de explicar –y reconocer– un fenómeno real: el del migrante.
Ser migrante hoy significa muchas cosas y daría espacio a libros enteros para que podamos apenas acercarnos a entender qué es un migrante hoy. Lo cierto es que aceptando el uso del participio presente, damos por ciertas algunas facetas. La primera, que indicamos más arriba, es reconocer que el migrante hoy es una persona, un ser humano, que se mueve y que nunca, o casi, para. Se mueve de un país a otro, de un territorio a otro y nunca llega. El migrante hoy es una persona sin nacionalidad de la cual, si bien podemos ubicar un origen, difícilmente podemos ubicar un destino. O más bien dicho, sólo podemos ubicar como su destino moverse, viajar, explorar, conocer y muy raras veces ser entendido. El migrante hoy encuentra complicado reconocer una nacionalidad propia, porque si bien es cierto que tiene la tendencia a reconocer la nacionalidad de origen, es cierto también que adquiere, lo desee o no, mucho de la nacionalidad que lo hospeda, aunque sea temporalmente. Formas de ser y de pensar, formas de relacionarse y visiones distintas son las características hoy de los ciudadanos migrantes.
Se decía por ahí que el migrante es por definición un rebelde. Eso es cierto, como lo es el hecho de que el migrante es también una persona en fuga. Al irse de su país, por las variadas razones que lo empujen –desde la tragedia de una guerra hasta el simple deseo de conocer otras regiones, pasando por carestías o necesidades económicas, pero también por crisis existenciales o simple ingenuidad–, el migrante cumple un deseo quizás inconsciente de rebelión. La rebelión encuentra su razón en la voluntad, explícita o menos, del migrante de desobedecer las reglas, muchas no escritas, que lo condenan a la vida que está dejando: sea ésa una vida de pobreza y falta de oportunidades, o una vida en guerra, o una vida condenada a la monotonía de una sociedad sin porqués ni perspectivas. Pero al mismo tiempo, irse representa una especie de rendición frente a una realidad contra la cual no se pudo. Una rendición que puede ser vista así quizás sólo en términos académicos, pues en ocasiones irse, escapar y abandonar un hogar es la única solución frente a un peligro concreto. Sin embargo, puede que a lo largo del tiempo y con la fría calma de la paz alcanzada en otro lado, esa rendición regrese a cobrar culpa o, más sencillamente, pura satisfacción.
Se dirá que no son migrantes todos los que dejan su país para viajar a otro y ahí establecerse. Se dirá que muchos son migrantes temporales, pues viajan un tiempo, el necesario para hacerse de un capital, y regresan. Y se dirá también que otros van para nunca volver. Los dos, se opinará, no son migrantes entendidos con ese participio presente que los hace ser activos, siempre. Quizás así sea; sin embargo, hay dos cosas por decir al respecto: la primera, que el migrante que va y viene creemos que nunca dejará de ir, aunque sea con sus sueños y recuerdos, y siempre tendrá en su memoria una experiencia única que es la de confrontarse y apostar sobre uno mismo. Si el hombre es conservador por naturaleza, por no querer arriesgar aunque sea lo poco que tiene, el migrante ya alcanzó el punto de no retorno y ya sabrá qué significa jugar con el destino y la propia suerte. La segunda es que, aunque un migrante decida finalmente quedarse en tierra ajena y establecer ahí una familia y una vida propia, lo cierto es que nunca dejará de migrar de regreso. Ese regreso, si no será físico, será seguramente virtual y consistirá en la búsqueda constante de información y noticias acerca del propio país de origen. Un migrante ya no será de su propia nacionalidad, pero tampoco dejará de serlo.
Es por eso que un migrante es hoy algo extraordinario. No mejor o peor, nada más distinto. Algo que ni siquiera las lenguas pueden contemplar. Algo que tampoco los gobiernos han podido entender. Algo que en tendencia aporta más riqueza de la que se lleva aún sin saberlo. Seres humanos que antes de ser personas que se desplazan en el territorio son ciudadanos que estuvieron y están dispuestos a apostar sobre algo mejor para sí. Y, para jugar hasta al fondo su apuesta, enfrentan lo desconocido. Actitudes que pueden ser muy positivas y que pueden salvarnos del mundo globalizado pero cerrado que nos quieren vender. No el sujeto revolucionario sobre el cual apostar los cambios radicales que muchos añoran, sino el sujeto en el que hay que convertirse para dejar de decirnos de un país y reconocernos ciudadanos del mundo, como se decía hace muchos años. Porque, finalmente, todos somos migrantes.