Distribuir la riqueza
Parece ser que la de Salinas fue la última presidencia formal que contó con un programa de gobierno: iba desde el asesinato de opositores (e incluso de partidarios cercanos, sospecha la sociedad) hasta la adquisición de parvadas completas de intelectuales, pasando por la reconversión de los mecanismos redistributivos tradicionales en agencias oficiales de caridad electorera y por la reconfiguración de las mafias corporativas.
El plan fue la culminación de la Presidencia imperial, de acuerdo con la expresión acuñada por una de las adquisiciones más exquisitas de aquel periodo. Ese último programa de gobierno, que llegó a Los Pinos sobre la cresta de un fraude electoral escandaloso, sentó las bases para que la derecha ganara, de manera legítima, las dos elecciones presidenciales siguientes. Por ese entonces el dogma neoliberal generalizado sembraba por el mundo la especie de que para repartir riqueza primero había que crearla (recuerden que en los años ochenta del siglo pasado la riqueza total del planeta ascendía a cero) y Salinas le agregó al postulado algunos matices de su cosecha: por ejemplo, para ser ricos primero teníamos que estar convencidos de que lo éramos, y con ese propósito nos llevó al primer mundo. Lamentablemente, cuando despertamos, la riqueza ya no estaba ahí.
Debe reconocerse al doctor Zedillo el mérito histórico por el abandono de un instrumento de poder tan obsoleto como el programa de gobierno y su remplazo por algo más moderno: el plan de negocios.
Para repartir riqueza primero hay que crearla, y para crearla, antes debe agrupársele en unas cuantas manos, fue la aportación de aquel modesto economista y lustrador de calzado. En el marco de sálvese quien pueda (el pescuezo presidencial primero, tengan la amabilidad) heredado del salinato, el plan de negocios de Zedillo fue necesariamente improvisado, pero pese a todo el consejo de administración de la época, conformado por priístas y panistas, logró repartir 56 mil millones de dólares de deudas privadas entre el conjunto de la población.
El principio redistributivo estaba de nuevo en marcha, y el que operara con números rojos en vez de negros era apenas un detalle que ya podría corregirse con sólo cambiar de tinta.
Vicente Fox, el Ilustrado, fue el primero que tradujo su plan de negocios al lenguaje popular: “vocho, changarro y tele”; a medio sexenio el modelo automovilístico aludido fue descontinuado, el foxismo olvidó la consigna y acuñó otra, igualmente fantástica: “Enciclomedia”. Su plan de negocios conyugal (para distribuir la riqueza primero hay que ponerla en manos de los hijastros) fue manejado con discreción con el propósito de evitar turbulencias innecesarias. A estas alturas del calderonato algunos se estarán preguntando si al país no le habría ido menos peor con la mamá de los hijitos al frente del gobierno federal, que era la segunda parte del plan foxista. Pero la sociedad en su conjunto –¡oh, ingrata!– repudió la posibilidad y el resto es historia conocida: la oligarquía evitó la entrega de la Presidencia a quien la ganó, y haiga sido como haiga sido, un joven mayordomo despe- dido terminó como príncipe heredero.
A Felipe Calderón hay que reconocerle el mérito de la improvisación adaptable y sobre la marcha, sobre todo ahora, cuando los acontecimientos adquieren un ritmo vertiginoso: el plan de negocios ha pasado de rebasar por la izquierda, a derrotar al narco, de eso a escarbar en aguas profundas y tal vez esta semana nos enteremos que todo es más simple: para distribuir la riqueza pública entre Hildebrando y Juan Camilo, primero hay que regalársela a Repsol, Halliburton y compañía. Luego no digan que no evolucionamos.