Editorial
Aborto: reacción e intolerancia
Los titulares de la Procuraduría General de la República (PGR), Eduardo Medina Mora, y de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), José Luis Soberanes Fernández, defendieron ayer ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) los recursos de inconstitucionalidad que interpusieron ante el máximo tribunal por las reformas legales que despenalizan el aborto en el Distrito Federal cuando éste se practica en las primeras 12 semanas de gestación.
Al margen de las posturas morales con respecto al tema, que ciertamente es polémico, es indudable que las condiciones de clandestinidad y descontrol en las que se realizaban los abortos antes de la aprobación de las reformas referidas constituyeron durante mucho tiempo un gravísimo problema de salud pública, que se tradujo en miles de muertes de mujeres pertenecientes, por lo regular, a los estratos sociales más bajos. Ante ello resultaba impostergable, por elementales razones sociales y humanitarias, adecuar el marco legal de esta capital para asegurar que quienes decidieran interrumpir su embarazo lo hicieran en condiciones adecuadas. Con este telón de fondo, la decisión de la PGR y la CNDH de presentar una controversia constitucional contra las reformas sobre el aborto sólo puede entenderse, más que como una defensa de la vida, como un intento de imponer convicciones reaccionarias, fanáticas e intolerantes, de espaldas al órgano legislativo del Distrito Federal y al bienestar de la sociedad: es de suponer que si los recursos interpuestos por estas instituciones prosperaran, miles de capitalinas se verían obligadas a acudir –como ocurría antes de la despenalización– a la práctica de abortos clandestinos en condiciones insalubres y peligrosas, con lo que se les estaría colocando en peligro de muerte.
En la actualidad, tanto la PGR como la CNDH acusan un severo desprestigio en lo que toca al correcto desempeño de sus funciones. Durante los últimos sexenios, la primera ha fungido en ocasiones como instrumento para golpear a las oposiciones políticas y sociales, y como comparsa para exculpar a funcionarios o allegados de los gobiernos en turno sospechosos de enriquecerse a costa del erario. La anacrónica postura que ensayó ayer el titular de esa dependencia revela más su carácter conservador que su compromiso efectivo con la legalidad y el estado de derecho.
De su lado, la CNDH se encuentra sumida, desde hace meses, en un creciente descrédito a causa de la actitud errática que ha exhibido en asuntos que constituyen claras violaciones a las garantías individuales: baste con mencionar su intervención tardía en el contexto de los conflictos de Texcoco-Atenco y Oaxaca, y su inverosímil diagnóstico –al unísono con el del titular del Ejecutivo federal– sobre la muerte de Ernestina Ascensión Rosario: “gastritis crónica mal atendida”, aun cuando los testimonios de familiares, vecinos y autoridades estatales sugerían que la anciana había sufrido una brutal agresión sexual por parte de efectivos del Ejército. Por tanto, sería deseable que los titulares de ambas instituciones se dedicaran a corregir las deficiencias que éstas acusan en el desempeño de sus funciones antes de atacar una normativa que responde a necesidades reales de la sociedad, como lo es la despenalización del aborto.
La SCJN tiene ante sí la oportunidad de revertir en alguna medida el deterioro de su propia imagen ante el conjunto de la opinión pública –agravado severamente con la ominosa resolución por el caso de la periodista Lydia Cacho–, así como la crisis de credibilidad que padece el conjunto de las instituciones políticas en el país. El organismo debe analizar detenidamente a qué acabará por darle mayor peso: si a la voluntad de la mayoría de los habitantes de esta capital –que se reflejó en un proceso legislativo ejemplar, plural y orientado a resolver un problema de salud pública– o a posturas reaccionarias, intolerantes e insensibles.