Pedir perdón
Si uno juzgara los actos de los gobernantes, de los altos funcionarios y de los políticos en general, únicamente por las palabras que emiten, llegaría a la conclusión de que no se equivocan nunca. El mundo podrá mudar de sentido en formas radicales y exigirles que digan, hoy, lo contrario de lo que afirmaron antier, pero ellos son infalibles y no ha de esperarse, en consecuencia, que sus labios pronuncien la expresión “me equivoqué”. Y si no pueden decir ni eso, más incapaces son de articular el vocablo “perdón”.
Allá ellos: o no lo necesitan, porque tienen quebrados los tubos que conectan la lengua con la conciencia, o bien se pierden de las delicias del remordimiento sanado.
Estamos a la vista de un iceberg: con los expedientes de los mandamases y mandamientos pillados en pleno delito se podría llenar, por ejemplo, el monumento al analfabetismo moral llamado Biblioteca José Vasconcelos; pero con las certezas no procesadas de las raterías que se cometen durante un año en las oficinas públicas se podría empedrar una autopista de seis carriles que comunicara a América con Europa por la parte más ancha del Atlántico. En contraste, las disculpas emitidas por aquellos integrantes de la clase política que cometen delitos, irregularidades administrativas, incorrecciones éticas o llanas estupideces, son perlas raras, por no decir inexistentes. Por más que uno se exprima la memoria debe remontarse hasta aquel lejano (y demagógico) perdón solicitado a los pobres del país por López Portillo, durante su informe de 1982. Si se considera la tranquilizadora ausencia de disculpas, debe pensarse que en los 26 años transcurridos desde entonces, los pobres han desaparecido, o bien que nadie en el gobierno ha vuelto a agraviarlos.
Una tercera posibilidad es que el manual de hacer política prohíba, en sus mandamientos fundamentales, pedir perdón a los gobernados y representados: eso significa ceder espacios al enemigo, deteriorar la imagen propia. Un político nunca comete errores, no es mezquino jamás, debe ser tan inimputable como un jefe de Estado, como un Papa o como un deficiente mental.
En esta lógica, fue extraño escuchar hace unos días a Rafael Correa, presidente de Ecuador, quien, en presencia de familiares de los cuatro jóvenes mexicanos asesinados en suelo ecuatoriano por los soldados de Álvaro Uribe, expresó su “preocupación al preguntarme si no hubiéramos podido hacer algo más para conservar la vida de sus hijos”. Mal político ha de ser ese Correa, que ventila en público sus conflictos morales. Más vale tomar como ejemplo a su homólogo mexicano, quien considera que su actuar es correcto, “haiga sido como haiga sido”, o a los seis ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que, sin experimentar culpas posteriores, exoneran de toda responsabilidad legal a un gobernador que protege pederastas y conspira para violar derechos humanos.
La ausencia de todo rastro de autocrítica en la clase política nacional no es, pues, arrogancia, sino eficiencia. Los problemas se desvanecen en el momento en que las responsabilidades se declaran inexistentes: no puede haber corrupción si no hay corruptos, no hay robo sin ladrón, no hay homicidio sin asesino.
Pensándolo bien, de qué serviría pedir perdón, si estamos en el mejor de los mundos posibles.