Editorial
Petróleo: debate sin plazos ni prisas
La iniciativa para modificar el estatuto legal de la industria petrolera, enviada por el Ejecutivo federal hace una semana al Senado de la República, ha generado severa crisis política que deja al descubierto la vasta fractura nacional generada en torno de ese tema, y sería contraproducente la pretensión de resolver el conflicto mediante el simple recurso de negar la hondura de las divergencias que lo originan. Es necesario, en cambio, reconocer que la perspectiva de una privatización parcial de Petróleos Mexicanos (Pemex) ha dividido y polarizado al país y, si realmente se desea superar la confrontación generada, es indispensable propiciar un debate incluyente, transparente, documentado y veraz, al margen de las prisas derivadas de la coyuntura actual, y ajeno a compromisos y cálculos políticos. Sólo de esa manera será posible construir un nuevo consenso nacional que dé sustento real a una política petrolera de Estado.
En esta perspectiva, resulta desconcertante la insistencia de la coalición de hecho entre Acción Nacional y el Revolucionario Institucional para poner plazos al debate, porque la formación de acuerdos sociales de base no puede constreñirse a una semana, ni a dos, ni a 50 días, como lo propuso ayer la segunda de esas fuerzas políticas y se apresuró a aceptarlo la primera. De hecho, los informes alarmistas sobre la situación de la industria petrolera se vienen presentando desde la administración pasada, y no hay, ni en aquellos ni en el más reciente, indicio de emergencia alguna como para ceñir la discusión de un tema tan importante a un periodo legislativo determinado.
Sin duda, es posible imaginar una construcción de consensos que desemboque en una reforma energética con respaldo nacional y con el acuerdo de las principales fuerzas políticas del país. Pero son múltiples los asuntos a tratar, numerosas las voces del ámbito nacional que deben ser escuchadas –muchas más que las de las dirigencias priístas–, y extendida la crispación que debe despejarse para que el debate sea posible y resulte fructífero.
De entrada, para estar en condiciones de iniciar el examen público del asunto es necesario contrarrestar la desinformación difundida sobre el tema por el gobierno federal, la cual ha sembrado confusión e incertidumbre en la opinión pública –baste mencionar, a guisa de ejemplos, el supuesto “tesoro escondido en aguas profundas” y los impresentables “bonos ciudadanos”–; adicionalmente, el Ejecutivo federal tendría que empezar a llamar a las cosas por su nombre: privatización a la privatización y sustracción de atribuciones en lugar de fortalecimiento, cuando se refiere a Pemex; asimismo, sería pertinente que la administración calderonista depusiera sus intentos y su estilo de operar por la puerta trasera, vía leyes secundarias, que cejara en la búsqueda de una apertura inconstitucional de la industria petrolera al capital privado y que planteara, de frente, su propósito de reformar el artículo 27 de la Carta Magna. En suma, para un verdadero debate es necesario buscar el esclarecimiento, no la confusión.
Por otra parte, se requieren identificar las verdaderas causas de los problemas que enfrenta la industria petrolera nacional, con base en estudios serios y no en diagnósticos catastrofistas como el presentado a finales de marzo por la Secretaría de Energía, que no es sino un inventario de las dolencias financieras y tecnológicas de Pemex, en el que se presenta a la paraestatal como una empresa insostenible, sin mencionar las razones que la han llevado a su circunstancia actual. Al respecto, debe recordarse que si Pemex se encuentra en una situación precaria e incluso alarmante, dos de los factores principales de tal circunstancia son la corrupción y el dispendio, que proliferan tanto dentro del organismo –en su administración y en la cúpula sindical– como en el conjunto de la administración pública federal, la cual ha estado en condiciones de absorber desvíos colosales gracias, en parte, a los ingresos petroleros que recibe y a un manejo opaco y discrecional de ellos.
En tanto esos desaseos no se enfrenten y se corrijan, resultará prácticamente imposible determinar si en realidad la industria petrolera requiere recursos adicionales o no; si puede, por sí sola, hacer frente a sus desafíos financieros y tecnológicos o no, y si es necesario, o no, el recurso a la inversión privada. Un diagnóstico realista de Pemex debería empezar por determinar cuánta de la riqueza generada por la paraestatal va a parar, actualmente, al pozo sin fondo de los manejos irregulares y las prácticas corruptas; sin tales elementos, las descripciones de la industria petrolera se convierten en meros ejercicios de simulación.
En ese espíritu, sería deseable que los medios, especialmente los que hacen uso de concesiones para explotar frecuencias que son propiedad de la nación, contribuyeran a serenar los ánimos, presentaran los diversos puntos de vista que confluyen en la polémica, si no con imparcialidad al menos con equilibrio, y se abstuvieran de sus habituales alineaciones automáticas con el poder político y de emprender campañas de linchamiento contra quienes disienten de éste.
Es mucho lo que está en juego como para poner plazos obligatorios a la búsqueda de una solución consensuada a los problemas de la industria petrolera nacional. Que se aclare, que se discuta, que se escuche, que se actúe con veracidad y exactitud, que se dejen de lado los ocultamientos y las simulaciones; de actuar así, los consensos se producirán más temprano que tarde, y entonces será posible aprobar una reforma energética con pleno respaldo social. De otro modo, el Ejecutivo federal y la alianza mayoritaria en el Legislativo estarán escenificando un remedo de democracia, un formalismo vacío que, lejos de superar las fracturas sociales y políticas que recorren al país, las harán más profundas y más enconadas.