Contrapunto
Qué trabajo cuesta en México pasar de los dichos a los hechos cuando se trata de la democracia. Mientras los primeros se extienden, los segundos se contraen. La verdad es que tal como se practica aquí la democracia, lejos de contribuir a ir cerrando las brechas que existen entre distintos grupos de la sociedad, éstas tienden, en cambio, a ensancharse.
La convergencia de los fines sociales, que usualmente se declaran objetivos generales de gobierno o de las políticas públicas, por reducida que ésta sea, sólo puede darse cuando existen una serie de consensos básicos sobre los cuales se discute, se acuerda y se actúa. Esto permite no tener que pasar necesariamente por encima de los derechos que tienen, de las posturas que mantienen y de las condiciones que padecen los demás. Eso no existe aquí.
La democracia no constituye un sistema perfecto de organización social. Eso se sabe bien. Requiere reglas y un sustento institucional fuerte. Esa base no se limita a emitir votos cuando se require, tampoco a los órganos electorales que aún siguen siendo cuestionados abiertamente. ¿Es que todavía no nos hemos dado cuenta cabal de la restricción de la democracia electoral?
Un orden social abierto, aunque sea medianamente representativo va, por supuesto, mucho más allá. Abarca las prácticas del poder en sus distintas manifestaciones políticas y económicas. Muchas veces éstas son prácticamente indistinguibles y provocan un círculo vicioso de mayor concentración.
Un entorno no democrático, como el nuestro, involucra, como reverso de la moneda, las consecuencias del no poder, es decir, de la incapacidad real de muchos para expresarse de modo de ser escuchado y tomado en cuenta, no de forma retórica, sino efectiva. Esta situación de no poder y las repercusiones que acarrea, se ponen de relieve cada vez de manera más explícita. La contraposición de ideas y acciones cede sin tregua ante la confrontación de las fuerzas, velada en unas ocasiones y de modo abierto en otras.
Todos dicen hoy defender la democracia. Pero no todos son iguales. Hay muchos matices y se tiende a ignorarlos y esconderlos mediante las exageraciones, o bien, de plano, mediante las mentiras. Muchos se desgarran las vestiduras cuando ven desvirtuarse no únicamente la pureza, sino la misma expresión de esa idea tal como la conciben a partir de sus propios intereses.
La democracia es la que ellos entienden, la que ellos quieren, la que les sirve. Lo que los otros hacen o dicen lo ven como un producto de la ignorancia, porque son manipulables y manipulados. Se cree, pues, que hay también un monopolio del entendimiento sobre lo que pasa en el país, sobre lo que aquí se necesita. Ésta es otra forma de la falta de competencia y de oportunidades que priva en la sociedad. Esos otros representan al “pueblo”, dicho siempre con menosprecio; son parte de un estrato al que no se pertenece y al que no hay que acercarse demasiado.
Ésta es la visión que se expresa de modo constante en las cadenas de televisión y en buena parte de las estaciones de radio que son privadas, pero que al mismo tiempo explotan sin cortapisas una concesión del Estado. Pero la libre expresión de las ideas se vuelve así también un espacio restringido para quien no tiene los medios y participa de la supuesta verdad.
Ya no hay ningún límite para alimentar la confrontación, para exagerar a sabiendas y mentir sin chistar. No existe el límite que podrían autoimponerse los medios, cosa por demás difícil y, por supuesto, tampoco aquel que debería provenir del gobierno, que es tan complaciente, pero que debería aplicar la ley, promover la concordia y, según se dice, el bien común. Provocar el vacío legal y mantenerse al margen es también una forma de gobernar.
Lo que existe entre muchos de quienes la defienden es, en verdad, un odio por la democracia, ya que ésta se sale de los confines de lo que se quiere de ella, de lo que la hace rentable. Cuando en el contexto democrático se abren espacios de acción para los otros, se rebasa el marco de lo que es admisible como correcto y hay que ponerle límites. La democracia se vuelve en un giro de la misma acción política en un medio para el avasallamiento.
Claro que a muchos les incomoda ver a la gente juntarse en el Zócalo y expresarse sobre la reforma energética; por supuesto que molesta ver tomado el Congreso para forzar a un debate sobre la situación de Pemex. Pero es que no estamos en Bélgica, donde la crisis política mantuvo un vacío en el gobierno durante meses sin confrontaciones callejeras ni pleitos parlamentarios.
Podría el gobierno convocar a la gente a la calle en apoyo de su propuesta de reforma energética; podría promover acuerdos políticos para avanzar en la dirección que quiere sin generar tantas fricciones y sembrando el escepticismo entre buena parte de la población. Hasta ahora no se ha propuesto siquiera esta forma de actuar.