La vida de Paz, un manifiesto poético
Ampliar la imagen Octavio Paz expresaba que “poesía y pensamiento son un sistema de vasos comunicantes” Foto: Archivo La Jornada
“Soy ante todo poeta. Ahora bien, para mi generación la poesía estuvo ligada a la historia –escribe Octavio Paz–. Nací en 1914 y soy contemporáneo de las grandes conmociones del siglo XX; la ascensión del nazismo y del fascismo, la guerra de España, la Segunda Guerra Mundial, la independencia de las antiguas colonias europeas. Todo esto marcó profundamente mi adolescencia y mi juventud.” “Soy poeta”, repite. “Mi primer escrito, niño aún, fue un poema; desde esos versos infantiles la poesía ha sido mi estrella fija”. “Mis primeros poemas fueron poemas de amor y desde entonces este tema aparece constantemente en mi poesía.”
¿Qué hace un poeta con la historia? ¿Qué hace un poeta con la crítica, la filosofía, la política, la pintura, las ciencias sociales, la narrativa, la música? ¿Qué hace un poeta con el destino de América Latina? Octavio Paz responde: “Escribo sobre lo que he vivido y vivo. Vivir es también pensar y, a veces, atravesar esa frontera en la que sentir y pensar se funden: la poesía”… Insiste: “Escribo poesía porque no tengo más remedio, responde a una necesidad interior”.
En su prólogo a La llama doble, su ensayo sobre el amor y el erotismo fechado el 4 de mayo de 1993, cuando iba a cumplir 70 años, Octavio insiste: “Para mí la poesía y el pensamiento son un sistema de vasos comunicantes”.
Paz despierta al amanecer diciéndose: “Soy poeta” y se despide sabiéndose poeta. Lo repite a todas horas. Antes de morir pidió ser recordado por cuatro o cinco poemas. Sin embargo, su obra ensayística es inmensa y abarca todos los campos; consta de más de 25 títulos, desde El laberinto de la soledad, que salió a la luz en 1950, hasta Vislumbres de la India, aparecido en 1995, tres años antes de su muerte. En su obra completa publicada por el Fondo de Cultura Económica, de los 15 tomos que ahora circulan, los volúmenes 11 y 12 son de poesía, y los trece restantes de prosa.
La poesía es su obsesión, pero la prosa es su océano. Allí se alimenta con los acontecimientos no sólo de México sino del mundo, despliega sus conocimientos, genera ideas, busca no sólo lo particular sino lo universal, se arriesga, dialoga, monologa, se impone, mira al otro y se mira a sí mismo, contempla, señala, es un río de propuestas, un río de reflexiones, un río de acontecimientos estéticos en el que nosotros, lectores, navegamos como barcas.
Todo lo que hizo Octavio fuera de la poesía fue finalmente ensayo. Ensayo El Laberinto de la soledad, ensayo El arco y la lira, ensayo Las peras del olmo, ensayo Los hijos del limo, ensayo El ogro filantrópico, ensayo Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe y ensayo su última obra, Vislumbres de la India. En esos ensayos campea no sólo su lucidez sino su independencia de criterio. Su voz es única y perdura por crítica. Sus reflexiones lo convierten en un espíritu universal. Explica que escribió ensayos por una necesidad intelectual y vital y asienta de nuevo su entrega absoluta a la poesía, “quise dilucidar para mí y para otros la naturaleza de la vocación poética y la función de la poesía en las sociedades. Es una preocupación que nunca me ha abandonado, ni siquiera en los trances de mayor incertidumbre y desamparo”.
Hay hombres que son sólo poetas, pero Octavio Paz tiene una formidable obra en prosa que emana de la poesía. La poesía es el puerto de embarque de todo lo que escribe. Admira a los grandes en quienes puede reconocer la poesía y la poesía nutre sus ensayos, sus conversaciones y sus polémicas.
En La llama doble dice que la superioridad de Freud reside en que supo unir su experiencia de médico con su imaginación poética. Escribe sobre la obra de Marcel Duchamp porque lo considera poeta; John Cage es otro poeta, como poeta es Luis Buñuel, de cuya película Los olvidados, exhibida en Cannes, Octavio fue el primer y embravecido defensor; como poeta es José Clemente Orozco y la violencia de sus pinceles rojos; como poeta es Sor Juana, a la que alguna vez llamó la mejor de nuestro continente. Escribe sobre el 68 después de renunciar a la embajada de México en la India y defiende al movimiento estudiantil con un poema.
Finalmente su vida entera es un manifiesto poético como el surrealista, una declaración de fe, una constancia de que el poema rigió su vida.
Ya en diciembre de 1938, cuando tenía 24 años, Octavio Paz firmó el manifiesto poético de la revista Taller y explicó su razón de ser: “Con la ciencia del arte, con el instrumento retórico del poema o de la prosa hay que abrirse el pecho. Si heredamos algo, queremos con nuestra herencia conquistar algo más importante: el hombre… Tenemos que conquistar, con nuestra angustia, una tierra viva y un hombre vivo (…) un orden humano justo y nuestro (…) Taller no quiere ser el sitio donde se asfixia una generación, sino el lugar donde se construye el mexicano y se le rescata de la injusticia, la incultura, la frivolidad y la muerte”.
Abrirse el pecho es un indicio de lo que va a hacer este joven poeta en el ensayo y en la sucesión de revistas desde Barandal hasta Vuelta, en la que se encuentra no sólo la historia intelectual de nuestro país sino también la del mundo en el que Paz vivió, porque Paz es ante todo un hombre nacido en México pero centrado en el mundo.
El laberinto de la soledad fue un abrirse el pecho, una daga de obsidiana, un tratamiento de shock, un sicoanálisis, una revelación, un chingadazo para un país que tenía como libro fundacional al Popol Vuh.
En esos años, el padre Ángel María Garibay K. desentrañaba los textos de poesía náhuatl que más tarde darían la Visión de los vencidos, de Miguel León-Portilla, que nos decía que sólo venimos a soñar sobre la tierra. Octavio Paz llegó a embarrarnos en la cara a un México de muerte, violencia, fiesta y borrachera. Su libro barrió con todo, como la tolvanera madre y nos “alevantó”, como dice la canción.
Antes Samuel Ramos, Antonio Caso, Leopoldo Zea, Santiago Ramírez, Jorge Portilla, Emilio Uranga y otros habían intentado explicarnos cómo éramos los mexicanos, pero Octavio Paz nos dio la puntilla con su alto grito amarillo, el del cohete que estalla, el de la fiesta, el que ilumina y deslumbra.
La capacidad de Paz de decirnos qué somos y cómo somos, no sólo con El laberinto de la soledad, sino a lo largo y a lo ancho de toda una obra de poesía y ensayo, empezó en su juventud, antes de la publicación de ese libro, en 1950, y duró hasta 1998, año de su muerte.
Aun después de su fallecimiento, hace 10 años, el 19 de abril de 1998, Paz sigue siendo el más vital de los poetas, el más vital de los ensayistas, el más vital de los críticos y si no que lo diga Carlos Monsiváis, quien volvería a polemizar con él. Inquisitivo y exigente, siempre buscó interlocutores de su talla y tuvo una correspondencia con sus contemporáneos, Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, Arnaldo Orfila Reynal, Pere Gimferer, Tomás Segovia, Salvador Elizondo, Eliot Weinberger, Yves Bonnefoy y otros más que lo consideraron amigo y maestro.
En respuesta a una pregunta sobre la crítica en alguna entrevista que le hice, Octavio respondió: “Yo creo que la cultura moderna es por esencia crítica: esto empezó desde el siglo XVIII. Cada vez que el Estado o las burocracias han querido orientar la cultura, lo que producen es arte oficial, que es bastante malo. En la civilización moderna la crítica es un componente esencial de la creación; por ejemplo, en las grandes novelas del siglo XIX: en Balzac, en Flaubert, en Dickens o en Proust, se hace una crítica de la sociedad, del hombre. La descripción de la realidad implica siempre su crítica; una literatura que no es crítica no es literatura moderna. Si los mexicanos vamos a tener un día una literatura y la estamos teniendo, es porque la literatura tiene dos condiciones esenciales: por una parte es un espacio donde la imaginación es libre y, por otra, esa imaginación tiene contacto con la realidad que describe. Hay siempre una especie de intercomunicación entre realidad e imaginación, son inseparables; no hay literatura absolutamente pura, la literatura es impura porque está contagiada de realidad y, claro está, de crítica”.
La escritura, su propia escritura, fue una actividad que jamás lo decepcionó. Cualquier objeto bajo sus ojos, cualquier circunstancia, cualquier acontecimiento se volvía tema de reflexión. “Piensa, a ver piensa, no te distraigas, ¿qué es lo que estás leyendo?” –estimulaba. Lo dijo en sus libros: “El hombre está sumergido en una totalidad de cosas y objetos sin significación y él mismo se ve como un objeto más, todos cayendo sobre sí mismos, todos a la deriva. La ausencia de significación procede de que el hombre, siendo el que da sentido a las cosas y al mundo, de pronto se da cuenta que no tiene otro sentido que morir”.
Octavio Paz es un portento. El Premio Nobel de Literatura 1990, que este 2008 cumple diez años de muerto, se pregunta si en esta época de ajetreos y compromisos somos capaces siquiera de recordar lo que hicimos ayer y escribe: “Si nuestro pecado se llama disipación, nuestro castigo se llama olvido. Leer es lo contrario de esa disipación, leer es un ejercicio mental y moral de concentración que nos lleva a internarnos en mundos desconocidos que poco a poco se revelan como una patria más antigua y verdadera: de allá venimos.
“Leer es descubrir insospechados caminos hacia nosotros mismos. Es un reconocimiento. En la era de la publicidad y la comunicación instantánea, ¿cuántos pueden leer así? Muy pocos. Pero en ellos, no en las cifras de las estadísticas, está la continuidad de nuestra civilización.”
Alguna tarde, ya cerca de su muerte, dijo que el mejor homenaje a un escritor es leerlo. ¿Lo pedía para sí mismo?
Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.