Aborto: cultura de la vida
La frase “cultura de la vida” no es mía. La plagié del señor George W. Bush, quien utilizó esa idea en 2005 para impedir, arropado en su altísima jefatura, que se le permitiese bien morir a Terri Schiavo, la que, como se sabe, llevaba 15 años en estado vegetativo. El presidente se reunió con su gabinete y dijo: “Nuestra meta como nación debería ser construir una cultura de la vida, donde todos los americanos sean valorados, bienvenidos y protegidos –y esa cultura de la vida debe extenderse a individuos con incapacidades”.
En aquella ocasión escribí un editorial que intitulé: “Politizar la muerte”; en esas líneas criticaba el entrometimiento del poder en decisiones individuales tan ríspidas como las relacionadas con la eutanasia, las cuales, por su naturaleza, deberían corresponder al ámbito familiar y al círculo íntimo de los amigos médicos; ahí mismo reflexionaba, a vuelapluma, acerca de los límites de la vida y de la dignidad. Politizar la muerte es sinónimo de sometimiento y de derrota. Derrota del individuo y de la sociedad. Al hablar de los derechos de las personas, el hecho de que políticos y ciudadanos afines al poder dicten su ideario sobre la comunidad cuando se habla de los derechos de los seres humanos es también sinónimo de retroceso y fracaso. Debe impedirse, a toda costa, que los políticos decidan sobre los derechos de la sociedad y sobre la cultura de la vida.
El aborto y la eutanasia, inter alia, son temas vinculados no con la cultura de la vida de los Bush, sino con la cultura de la vida de los seres humanos. Son, además, situaciones que deberían ser lejanas a argumentos decimonónicas o a dogmatismos políticos. La razón es simple: las decisiones que las personas y sus allegados tomen sobre su propia vida les pertenecen a ellos y a nadie más. Así de simple: mientras no se dañe a terceros cada ser humano tiene el derecho de determinar lo que más conviene para su vida y para la de sus allegados.
Tengo la certeza de que las discusiones que actualmente se llevan a cabo en la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre el tema del aborto vulneran dos principios que deberían ser invulnerables: la autonomía de los seres humanos y el derecho de las mujeres preñadas a decidir si quieren o no continuar su embarazo. Si se deroga la ley de despenalización del aborto hasta la semana 12 de gestación, aprobada el año pasado en el Distrito Federal, el destino de muchas mujeres podría ser sombrío. Algunos datos.
Hasta el 12 de abril se habían efectuado 7 mil 194 abortos voluntarios. Además del triste fallecimiento de una niña de 15 años, sólo en 0.4 por ciento de los casos surgieron complicaciones leves. Huelga decir que las mujeres que acudieron a las instancias médicas del Distrito Federal hubiesen tenido que ir a otros lugares en caso de no contar con el abrigo de esos recintos. “Otros lugares” casi siempre suelen ser consultorios, trastiendas, patios, descampados, talleres, azoteas, sótanos u hospitales desprovistos de higiene y de médicos calificados. Dado que la mayoría de quienes solicitaron ese servicio eran pobres, la alternativa que les quedaba era atenderse en esos “otros lugares”, cuya visibilidad y existencia parece ser desconocida para quienes a toda costa quieren impedir que las mujeres tomen las decisiones que más les convienen. Son de sobra conocidas las complicaciones y en algunos casos la muerte por procesos médicos mal realizados. No ahondo en éstas por falta de espacio.
Las mujeres y las personas que consideran que tienen derecho de abortar no tienen ningún problema con las mujeres o con las personas que consideran improcedente el acto. El brete nace de la intolerancia de los segundos y los supuestos que ellos mismos se arrogan para decidir sobre la vida de los otros. No sobra agregar que esa situación se enturbia mucho más cuando políticos disfrazados de ciudadanos y servidores del Estado disfrazados de servidores pretenden imponer, cubiertos por túnicas similares a las de Bush, su forma de pensar.
No ha pasado mucho tiempo desde que buena parte de la población se quedó pasmada por la decisión de la Corte en relación al asunto de Lydia Cacho. Plática frecuente entre los ciudadanos de a pie –como yo– fue la desazón y la falta de confianza que se generó a partir de esa sentencia. Las discusiones acerca de la pertinencia o no del aborto brindan a la Corte una inmensa oportunidad de resarcir “un poco” el descalabro por el affaire Cacho, sobre todo si consideramos y tratamos de autoconvencernos de que sus salas son el último reducto de justicia de la nación. La Corte cuenta además con la oportunidad de vindicarse, ya que se asegura que ahí se labora en forma independiente, y que sus decisiones son libres del peso de los políticos que bregan por una cultura de la vida diseñada ad hoc, difícil de definir e imposible de validar.
Qué buena suerte tienen en esta ocasión los ministros: defender las vidas de las próximas 7 mil 194 mujeres que acudan a abortar.