Usted está aquí: miércoles 23 de abril de 2008 Opinión Ochenta años de La coupole

Vilma Fuentes
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Ochenta años de La coupole

A mediados de los años 20, dos jóvenes, Ernest Fraux y René Lafon, pierden su empleo en el restorán Le Dôme y se instalan en un terreno baldío situado a unos cuantos metros sobre el bulevar Montparnasse. El terreno servía de depósito del carbón y la leña necesarios para los calentadores de la época. La crisis económica, que dará lugar a la quiebra del 29, se resiente cada día con más fuerza. Pero Fraux y Lafon son jóvenes de recursos y de imaginación.

Además de vender carbón y leña, levantan un puesto donde venden sopas y baguetes con paté, jamón y queso. El negocio funciona. La clientela crece. La venta de comida va desplazando a la de carbón. Deciden crear su propio establecimiento: los arquitectos Barillet y Le Bouc construyen, en 1927, ese restorán estilo art decó que, con su dancing en el sótano y una sala de verano en su azotea, se volverá mítico con el nombre de La Coupole en eco al Dôme y la Rotonde.

Varios pintores de Montmartre abandonan la rive droite y cruzan el Sena: Montparnasse se convierte en un semillero de jóvenes artistas. “La banda de Picasso” se muda a la rive gauche. El lugar preferido: La Coupole. Llegan Foujita, Soutine, Giacometti, Man Ray y su famosa modelo “Kiki de Montparnasse”.

René Lafon sabe recibir a los creadores: su instinto de restaurador, a veces de mecenas, le indica cuándo ofrecer gratis una comida, una copa de vino. La Coupole se convierte en una caja de resonancias y el centro de fiestas entre las dos guerras mundiales.

Un grupo de pintores decorará con sus pinceles las columnas del restorán: Léger, Matisse, Delaunay... Muy pronto, acuden también los escritores: Kessel y Hemingway, entre otros. Los surrealistas hacen de La Coupole su centro de encuentros. Aragon relata que conoció a Elsa en ese sitio de fiestas y varias escenas de su novela Aurélien suceden ahí.

Edith Piaf, aún desconocida, acalla con su voz la resonancia de La Coupole. Después de la segunda guerra, la moda pertenece a Saint-Germain-des-Près.

Sin caer en “la desesperanza eterna” que William Blake predice a quienes son “incapaces de poseer lo que desean”, pues no ven que lo tienen enfrente, pasé muchas noches imaginando las siluetas desaparecidas cuando me hallaba a la mesa de Peter Nemo Bramsen y la tripulación de artistas que trabaja en su taller de litografías.

Sin saberlo, asistía a la última oleada mítica que espumeó como el champagne en La Coupole: Topor nos asegura a carcajadas que hemos sidos discriminados, pues nos instalaron en una equina donde el estruendo de platos no encubre las tontería dichas y oídas, antes de lanzarse a cuatro patas bajo la mesa para atrapar a mi duende Belfe. O comiendo con José Luis Cuevas y Armando Morales. De sobremesa con García Márquez y García Amaral. Al aperitivo con Ugné Karvélis y Cortázar. Escuchando a Lawrence Durrell hablar de Alejandría, como si estuviera en esa ciudad –no distinguía sueños de libros, confundidos quizá con el gracioso auxilio de los licores.

En ocasiones, platiqué con Lafon de su aventura, de su cava con botellas de colección: el saqueo de la cava, en esos años, fue un doloroso golpe para Lafon, quien decidió retirarse. Tuvo que volver ante el desorden que se instaló: a su edad, lo vi recoger servilletas, levantar platos, tratar de salvar la reputación del lugar. Decidió vender. Los nuevos dueños levantaron un edificio copia art decó sobre el restorán.

Por una alquimia inversa a la reconstrucción en grande y en limpio del taller de Giacometti en Beaubourg (en menos de 10 metros cuadrados, este artista no dejaba remover telarañas ni polvo), el grupo que compró La Coupole decidió agrandarla. Pero como el espacio no podía crecer, se achicaron las mesas y, para conservar los mitos, se bautizaron los platos con nombres de artistas: curry Modigliani, por ejemplo, o, ¿por qué no?, steak a la pimienta Sartre, crepas Hemingway. ¿Qué mejor menú para celebrar los 80 años de lo que el viento nos dejó?

 
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