Laberintos de estancamiento
Dos jinetes apocalípticos recorren el mundo mexicano y arrinconan su democracia: el del lento y mediocre crecimiento sostenido por más de dos décadas, y el de la falta de consensos mínimos para construir una unidad nacional no autoritaria desde abajo y a través de las instituciones con que contamos para hacer creíble nuestra democracia.
Es ya historia vieja, que arrancó en el último tercio del siglo pasado y que la alternancia, que fue vista ilusamente como el fin de la transición política, no pudo superar. Tampoco lo hizo la “gran promesa” de la globalización económica, que nos sumió en este estancamiento estabilizador que sólo los tontos pueden seguir celebrando: sus resultados sociales están a la vista en la emigración masiva y el desempleo y la decepción juveniles, que junto con la quiebra progresiva de la planta empresarial mexicana documentan la destrucción sistemática del futuro, un relato más para la marcha de los necios.
Del primer jinete no han querido ocuparse los últimos gobiernos, y las declaraciones recientes del gobernador Ortiz sobre las virtudes ocultas de la reforma energética propuesta por Calderón advierten que este desafane de la promoción del desarrollo ha contaminado al Estado en su conjunto.
El que la vicepresidenta del Banco Mundial incurra en la misma necedad, prometiéndonos nirvana después de la reforma privatizadora de Pemex no es consuelo: para la señora Cox puede haber un futuro permiso para reciclarse en Harvard o Columbia. Para nuestros jerarcas económicos no hay becas ni recambios milagrosos: lo que queda es exigir que el banco central se ocupe y preocupe en serio del crecimiento y el empleo, y no sólo en sus ratos libres o ceremonias de ocasión.
Del segundo jinete se han ocupado los dos últimos gobiernos panistas, pero para enervarlo, hasta convertirlo en Terminator. Fox la emprendió contra toda esperanza de avance democrático gradual, y con el desafuero y su ilegal intervención en las elecciones, junto con los cúpulos del dinero, echó por la borda lo que quedaba. El presidente Calderón, del que muchos esperaban pusiera en el asador toda la carne acumulada por décadas panistas de travesía por el desierto autoritario, se ha dedicado a jugar a las escondidas con su enemigo malo, a tomarle el pelo a una parte importante de la opinión pública y, ahora, a protagonizar un carnaval de un solo hombre en Nueva Orleáns y a sabotear lo que sus correligionarios y aliados buscaban recuperar en materia de gobernabilidad en el Congreso y de eventual legitimidad para sus propuestas privatizadoras.
Así, tanto Fox como Calderón conspiran contra lo que pareciera ser su conveniencia política como opción democrática: implantar una hegemonía nueva, amparada por la victoria en las urnas y, dicen sus bien querientes, por esa supuesta victoria cultural en la que cada vez menos creen. Pero por otro lado, con su omisión sistemática en materia de desarrollo, cavan un hoyo sin fin donde caen las bases de sustentación de un régimen que sin poder ampararse en una legitimidad propiamente democrática buscara sostenerse y reproducirse gracias al éxito económico y sus reflejos magros pero reales en el empleo, el consumo y un mal distribuido pero tangible bienestar.
Vivimos en corrosivo laberinto donde el “di tu primero” domina el cálculo político y propicia la reproducción del estancamiento y la agudización del encono. Es indispensable encontrar fuerzas y liderazgos que sin romper la restricción democrática convoquen a nuevos arreglos, propongan medidas de emergencia para encarar la recesión, y políticas de largo aliento para lograr un crecimiento sostenido.
La izquierda partidaria debía ser esa opción, pero está hipnotizada por el regodeo de sus propias vergüenzas. La movilización despertada por la iniciativa privatizadora del petróleo podría servir de matraz para nuevas coaliciones empeñadas en la gestación de criterios de evaluación y alternativas políticas y económicas responsables, a la vez que dispuestas al riesgo de equivocarse y tener que corregir.
De su tamaño y alcances sabemos poco, pero su capacidad para alumbrar enredos y suscitar una duda productiva en la opinión pública quedó constatada en estas semanas: de aquí la importancia nacional adquirida por el debate reclamado y por la promesa de ir más allá de Pemex y sus nudos ciegos, para inscribir su reforma en la perspectiva de una auténtica reforma energética destinada a encarar el desafío mayor del cambio climático.
Para imaginar esta cadena y poner en práctica estrategias realistas pero ambiciosas, se requiere asumir ya la centralidad de recuperar el crecimiento y la construcción de una democracia que antes de ser normal tendrá que pasar por una profunda reforma constitucional, única forma de hacer realidad la reforma del Estado. Una cosa lleva a la otra, pero primero es lo primero: una nueva conversación entre la economía y la política, ahora bajo el mandato de lo que podamos inventar como código democrático.
Decir sí y ya al debate, debe significar decir sí y ya a la reivindicación de la política. No hacerlo, es renunciar a nuestros propios triunfos.