Nacer Juan
Ha luchado toda una vida contra la muerte, de pie siempre, despierto aun donde el dolor y la desesperación llaman a dormir, callar, huir, olvidar. Pero más allá de estas lucidez y entereza cívica, que en tiempos recientes lo han vuelto figura pública y autorizada voz de la tribu, si algo hace indispensable a Juan Gelman es el portento de su poesía. Que para eso nació Juan.
Quizás no sea osado admitir que Gelman es el mayor poeta vivo en lengua castellana. Tal vez no importe. En la estupenda antología Pesar todo (FCE, México, 2001, única edición accesible de sus obras fundamentales), el compilador Eduardo Milán –naúfrago sudamericano él mismo, salvado por la poesía gelmaniana– bosqueja: “Si bien en su aventura creativa Gelman a lo largo de su obra ha dudado prácticamente de todo, nunca ha dudado de la poesía”.
Se dice fácil para alguien que abrazó de por vida la lucha y la revolución; que en el trayecto de la guerra y el exilio ha perdido hijos, hermanos, compañeros, ha recuperado nietos y cimbrado los regímenes militares y “democráticos” de Argentina y Uruguay.
Publica su primer libro, Violín y otras cuestiones, a los 26 años, hace ya medio siglo (“El viento de la noche abate estrellas temblorosas en mis manos/ que aún no se conforman, viudas inconsolables de tu pelo”). A partir de entonces, y mientras se compenetra de manera radical en la vida cultural y política de Argentina con Velorio del solo (1961) y Gotán (1962), accede a la dudosa categoría de “nueva promesa de la poesía argentina”, en un terreno que permanecía abrumado por el peso del fenómeno Borges.
Es el ambiente en que andan peligrosamente sueltos Francisco Urondo, Alejandra Pizarnik, la revolución cubana, el Che Guevara en Bolivia esquina con Argentina, la guerra de Vietnam. Cuando una generación entera da la espalda al nacionalismo peronista autoritario y se arriesga a uno revolucionario. De ese momento viene un libro insólito y fundamental, Los poemas de Sidney West (1968-1969). Desde el vientre de la ballena, casi en inglés de tan castellano modo, Gelman regresa a la Spoon River Anthology, de Edgar Lee Masters, y hace hablar a decenas de difuntos del norte de abajo con una libertad verbal que sólo remite, si acaso, a César Vallejo.
Lo que sigue es la rebelión argentina. La represión. El desastre: genocidio, exilio, dictadura. Los años 70 tristes del Cono Sur. Ese periodo dilemático que retrató Julio Cortázar en su polémico Libro de Manuel, el cual aún ahora explica muchas cosas: la opción armada, el internacionalismo fallido, la debacle, la sucia paz de los sepulcros. Gelman pierde un hijo, una nuera, un nieto (que tres décadas después resultará nieta), un puñado de amigos admirados (Paco Urondo, Haroldo Conti, Rodolfo Walsh), un país.
Inicia entonces su grave diálogo con el dolor, el amor y el siempre limitado lenguaje. No hay uno que baste para lo que carga el siglo. Entre Italia, Francia, Suiza, España y México, Gelman experimenta la misma lucha desesperada de Paul Celan, la insuficiencia de las palabras. De manera no tan inexplicable establece una densa y honda conversación con los más puros místicos, Juan de la Cruz y Teresa de Ávila. O bien escribe un libro en antigua sefardí (Dibaxú, 1985), donde lleva la función poética a una extrema fragilidad y reduce la belleza a lo esencial, la purifica.
Dialoga con el hijo (la indispensable “Carta abierta”, de 1980), la madre (“recibí tu carta 20 días después de tu muerte y/ cinco minutos después de saber que habías muerto”), los amigos asesinados. Hurga la expresión, crea verbos a partir de las cosas, exprime las palabras, las reinventa. Su escritura constante, vivida desde los años 90 en México en lo que va de Salarios del impío (1992) a Incompletamente (1993-1995), Tantear la noche, Valer la pena y Mundar (Ediciones Era, 2008), significa la redención por el canto o tango y la maestría definitiva: “Nadie te enseña nada./ Nadie te enseña a ser vaca./ Nadie te enseña a volar en el espanto./ Mataron a miles de compañeros y nadie te enseña/ a hacerlos de nuevo”.
En la breve presentación de cierta Antología Personal (Ediciones Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos Aires, 1993), sin darse por vencido, Gelman reconocía: “La voz seguramente cambia, pero las obsesiones no: el amor, la niñez, la revolución, el otoño, la muerte, la poesía, siguen sumiéndome en la abierta oscuridad de su sentido, obligándome a buscar respuestas que nunca encontraré”. Para nuestro goce y premio, Juan sigue buscando en la inagotable mina de su corazón o mundo.