Huelgas de inmigrantes sin papeles
La crisis actual del capitalismo tiene sus peculiaridades. Mientras los empresarios, grandes capitalistas, banqueros y patronal piden a gritos la intervención salvadora del Estado por medio de subvenciones, exenciones tributarias, mayor flexibilización del mercado laboral y bajar el salario mínimo, los trabajadores inmigrantes sin papeles van a la huelga. Eso sucede en Francia y en el sur de España. Algo está cambiando. Se trata de una circunstancia novedosa. La contradicción de un neocapitalismo de corte oligárquico, cuya organización laboral se fundamenta en la concentración del poder, la descentralización de la producción y la discontinuidad del tiempo de trabajo, facilita el nacimiento de un empleo precario cuya figura es el inmigrante sin papeles. Personas abocadas a no escatimar en las ofertas de trabajo y aceptar cualquier opción. Si bien es una seña de identidad del capitalismo trasnacional, lo específico de la flexibilización del mercado laboral y de los inmigrantes sin papeles es su ubicación en los sectores de la construcción, la hostelería, la maquila, la agricultura y el servicio doméstico.
Si se quiere una garantía de éxito y continuidad en la contratación de ilegales es necesaria una complicidad entre las organizaciones empresariales, las instituciones estatales y los empleados. Nada parece alterar este equilibrio. Unos a otros se cubren las espaldas, asumiendo los riesgos de la ilegalidad. Cuando hay una inspección son alertados, se retiran o simplemente se hace la vista gorda. En momentos de auge y euforia del capitalismo, donde el dinero circula y hay para todos, nadie se queja. Unos explotan y otros son explotados. Las ganancias se reparten desigualmente, pero cubren las expectativas. Incluso se negocia al alza y se pagan sueldos aceptables, según la benevolencia del patrón. Si se producen accidentes en el trabajo, en España y en Francia, la seguridad social sigue siendo uno de las pocos servicios públicos no privatizados por la acción del liberalismo, y cubre todos los costes médicos. Todo está atado y bien atado. Además, los costes de la baja laboral se pagan bajo cuerda. Nadie sale perjudicado. Incluso, según sea el alcance del daño, pérdida de una mano, del ojo o traumatismo, se puede negociar la regularización de la residencia y la incorporación a la empresa. Aun así, los sin papeles, para convertirse en inmigrantes de primera, cuando acuden a las instancias legales lo hacen a título individual y tutelados por abogados y especialistas. No se asocian, no se plantean una acción colectiva frente a la patronal, ni solicitan de sus empleadores el cumplimiento de la ley. Soportan colas de pernocta y vigilia en las puertas de comisarias y ministerios esperando obtener un número para acceder a una ventanilla donde un funcionario abrirá un expediente sin garantía de éxito. Pero no les importa, dan por seguro que el sufrimiento es el aliado para lograr la compasión del sistema y acceder a los papeles.
Con el euro por las nubes y el dólar por los suelos, el discurso del liberalismo económico se viene al traste. El libre mercado es una falacia. El capitalista gana todo lo que puede sin pensar en el futuro. Amasa su riqueza y cuando sus arcas se vacían pone el grito en el cielo evocando los males de un orden dislocado sin planificación económica y la dejadez de gobernantes en su deber de controlar la inflación, los salarios y los índices macroeconómicos. Implora una solución. El recetario es siempre el mismo. Ellos, los capitalistas, deben ser los receptores de las ayudas. Si alguien tiene que ajustarse el cinturón deben ser los trabajadores. Están acostumbrados a pasar hambre y sufrir penurias, forma parte de su naturaleza. No crean riqueza y en tiempos de crisis son prescindibles. Ni qué decir de los inmigrantes; pueden ser repatriados de manera inmediata. Basta con reprimir sus demandas y desarticular sus organizaciones. El Estado debe actuar en consecuencia.
Sin embargo, en medio de este discurso ramplón se levanta otra realidad. El capitalismo realmente existente en Francia y en España, en sectores que dan lustre a la imagen turística, está en manos de trabajadores inmigrantes ilegales. En otras palabras, son los sin papeles quienes les sacan las castañas del fuego. Y ahora, este colectivo se ha puesto en huelga. En la hostelería, por ejemplo, se inicia un movimiento de gran alcance. Lo cual es un punto de inflexión. La reivindicación de derechos pone en cuestión por un lado, la política de inmigración y, por otro, los tópicos sobre quiénes son y cómo se comportan los inmigrantes. Los sin papeles ya no son los negros africanos, los amarillos asiáticos, los latinos narcotraficantes, delincuentes, mafiosos marginales: son trabajadores cuya dignidad no se arrebata desde el discurso xenófobo o racista del gobierno de Nicolas Sarkozy, en Francia, o Silvio Berlusconi, en Italia, o en la España incluso del Partido Socialista Obrero Español.
Ha sido la recesión del capitalismo especulativo, donde el despido se avizora como el horizonte probable lo que levanta la reivindicación del colectivo de los sin papeles. Han dicho basta. En París y en Andalucía se inicia la restauración. Las pérdidas no dejan indiferentes a la patronal. En algunos restaurantes llegan a 7 mil euros diarios. Los camareros, los cocineros, los dependientes no se presentan a trabajar. No hay quien lleve los platos a la mesa. Y por primera vez la huelga cuenta con voces de apoyo entre empresarios, que exigen un cambio en la política de inmigración. Hay que legalizar. Contratar a los sin papeles. En la agricultura está sucediendo algo similar. Las cosechas de temporada sufren los avatares de la unidad de acción de los sin papeles, trabajadores cuya dignidad se levanta y su voz se escucha alta y clara. El miedo se pierde y se rompe la dinámica del capitalismo trasnacional fundada en la mano de obra de ilegales explotados como mano de obra semiesclava. Son nuevos tiempos. Los inmigrantes transforman el proyecto de sociedad democrática con sus nuevas organizaciones y reivindicaciones. Esperemos que no sea flor de un día.