Paz y la crítica de arte
En dos ocasiones Octavio Paz me invitó a participar en la presentación de Los privilegios de la vista. Angélica Abelleyra reseñó una de ellas y, como afirmó que yo había “improvisado”, publiqué con posterioridad un artículo que no fue del desagrado del autor, pues incluso fui colaboradora de Vuelta durante la postrer etapa de la revista. Ahora, con motivo de la conmemoración de su fallecimiento, ocurrido hace 10 años, el Centro Nacional de las Artes (CNA) organizó un panel con el tema de la crítica de arte, al que fui convocada, pero debido a desencuentros comunicativos me vi privada de asistir y este texto tiene por objeto dar cuenta de lo que hubiera querido decir.
Se interesó por todos los campos del episteme y tiene peso no sólo como poeta y ensayista, sino como pensador. A la vez siempre estuvo muy cerca del arte, debido a las estrechas relaciones que en nuestro país como en otros mantuvo con poetas y artistas, eso además de su vinculación (se dice que militante) con el surrealismo tardío.
Dejó estremecedora memoria de su encuentro con Antonin Artaud en París: “un verdadero poeta moderno y un verdadero perturbado mental”. Creía que Breton había querido salvarlo cuando lo internaron en 1937 y que había muerto combatiendo con los afanadores y los siquiatras.
Entre sus ensayos, uno de los más celebrados y mencionados (aunque no “citados”) es Marcel Duchamp, el castillo de la pureza (ERA, 1968). Consta de seis partes que contienen reproducciones facsimilares, presentadas en una caja, similar a la famosa caja verde en la que Duchamp congregaba notas y dibujos. El diseño de Vicente Rojo es tan importante para la eficacia de esta obra como el texto mismo, pero a riesgo de cometer un despropósito me atrevo a decir que ha sido sobrevaluado, cosa que se debe a que pronto aparecieron traducciones del mismo al francés e inglés.
Cuando el MOMA New York realizó en 1973 una retrospectiva sobre Duchamp, producto de un trabajo de investigación que duró años, uno de los textos del libro-catálogo le fue encomendado a Octavio Paz. En ese trabajo vinculó El gran vidrio a Etant donnes, la puerta de madera por donde puede verse a La Mariee que, muy “curada” (trasformada) se encuentra también en el Museo de Filadelfia.
Pero no era ese el tema que me propuse tratar cuando fui invitada a participar en el CNA, mi relectura de Los privilegios de la vista me llevó a reconsiderar su tratamiento del arte antiguo de México, por el que experimentaba verdadera pasión. Documentada desde que era muy joven. Mesoamérica, “una civilización extraña”, fue objeto de incursiones que están cerca de integrar un recuento de la historia del arte antiguo de México. Sus insights son profundos y poéticos, pero a la vista está que tradujo a su propia prosa, que alcanza momentos afortunadísimos, lo que estudiosos académicos y arqueólogos han aportado al respecto desde tiempo atrás.
Uno de ellos es Michael D. Coe, descifrador de los glifos mayas, a quien parece seguir con fruición. En la medida de lo posible elude mencionar a estudiosos mexicanos, con excepción de Paul Westheim –a quien podemos considerar mexicano–. Así, en una nota, se refiere a que “el historiador López Austin” ha hecho importantes contribuciones, pero no dice cuáles ni cita a nadie cuando se refiere a las metamorfosis del panteón prehispánico.
Ese menosprecio a la academia, o mejor dicho, a quienes se ocupan profesionalmente de tal o cual ángulo relacionado con la historia del arte, es una constante suya. Así, a Ángel Garibay (sic) y a Miguel León-Portilla les dedica unos renglones, con todo y los “peligros y limitaciones” del punto de vista nahua.
Una de sus constantes mejores está dedicada a analizar la otredad: “el otro es una dimensión constitutiva de la conciencia histórica. Aquel que no la tiene (no la tuvieron los mexicas) es un ser inerme ante el extraño.
El más hermoso de todos sus ensayos sobre el arte antiguo de México, a mi sentir es el titulado Risa y penitencia. Allí no informa, no pretende hacer historia, el sol entra por la ventana de su biblioteca y algo busca, en uno de los estantes se encuentra la cabecita totonaca que da cuerpo a su escrito. Se trata de una verdadera epifanía desde la que se dispara para examinar otras cuestiones, como las implícitas en el juego de pelota. Más que otra cosa, ese texto es bello. Su lectura encanta.