Profanar tumbas
Para quienes profanan tumbas, las de los judíos han sido las predilectas. Las han violado por doquier, desde siempre, con pintas, destruyéndolas, orinándose o, si se puede, cagándose sobre ellas. Como ejercicio del odio, profanar tumbas es rescoldo y orgullo. Este mes, algunas tumbas de soldados musulmanes fueron el blanco. En el cementerio militar de Notre-Dame-de-Lorette, en el norte de Francia, un total de 148 sepulcros de combatientes musulmanes amanecieron con pintas despectivas y esvásticas. Cuando el odio es el tema, todo es válido: los viejos símbolos nazis sirven hoy para denostar musulmanes. En las tumbas, los muertos judíos son iguales que los muertos musulmanes. El odio no distingue: despreciar y lastimar es la meta.
Con los musulmanes muertos las esvásticas no bastaron: los profanadores colgaron una cabeza de cerdo en uno de los túmulos y pintaron textos contrarios al Islam en muchos sepulcros. El odio, lo sabemos, carece de fronteras. A diferencia de lo que sucede en otros renglones de la vida, cuando se trata de racismo y desprecio, judíos y musulmanes comparten destino.
Las tumbas de los musulmanes que fueron profanadas pertenecen a soldados que pelearon en la guerra mundial. Eran musulmanes que combatieron por Francia, y ahora, casi un siglo después, están, a diferencia del odio, absolutamente muertos y olvidados. Es decir, fueron doblemente franceses: vivieron arropados por esa nacionalidad y murieron por ella. Despropósitos de la vida, propósitos del odio: morir por una causa y ser despreciado por las mismas razones que condujeron a la muerte.
Dentro de los ejercicios de la intolerancia el odio rebasa toda lógica. Profanar tumbas e intentar pasar desapercibidos y permanecer en el anonimato, es decir, no cosechar la gloria del éxito por lo hecho parecería ser un inmenso sinsentido. Pero no lo es: el odio se nutre del odio per se y no necesariamente de la fama. Basta con que los actos nocivos sean alabados en las escuelas de la inquina.
Es muy probable que las personas que atentaron contra las tumbas sean franceses que odian a los musulmanes, aunque, seguramente, menosprecian más a los musulmanes afincados en la nación gala, tanto por ser “un poco franceses” como por haberles robado un pedazo de su tierra, sin que importe que realicen faenas impropias para ellos. En esa nación habitan 5 millones de personas relacionadas con el Islam. En Francia también viven medio millón de judíos; las tumbas de sus muertos también han sido manjar para las manos extremistas. Finalmente, los muertos, judíos, católicos o musulmanes, son iguales. Seguramente también son idénticos los que profanan tumbas. ¿Qué decir?
Que el odio hermana. Que el odio es universal. Que el odio se multiplica sin cesar y que poco o nada puede hacerse contra esta conducta. No sirve prohibir ni encarcelar. Menos cuidar. Si ya de por sí todos los gobiernos invierten inmensas cantidades en tiempo humano y en recursos económicos para proteger a sus vivos, muchas veces sin éxito, ¿por qué cuidar cementerios? Salvo para quienes gustan mantener en buenas condiciones las tumbas de sus seres queridos siempre he pensado que los muertos no requieren cuidado. Me equivoqué: algunos panteones requieren vigilantes especializados para resguardar algún tipo de tumbas.
Dentro de los ejercicios de la inquina, y dentro del contexto de la imposibilidad de aceptar “al otro”, la profanación de tumbas ocupa uno de los peldaños menos relevantes. Son más vistosas y más eficaces las acciones in vivo: dañan más y atemorizan más. El problema es que las acciones contra otros seres vivos no siempre son fáciles; en cambio, las tumbas siempre están ahí. Es por esa razón que, de cuando en cuando, los panteones son la meta. Incluso quizás sirvan como entrenamiento para quienes se inscriben en las escuelas del odio. En el mismo cementerio hace un año dos jóvenes de 18 y 21 años fueron detenidos por haber manchado 50 tumbas con alusiones que alababan a Hitler y al movimiento neonazi.
La profanación de tumbas es ejercicio frecuente. Sabemos la génesis y las razones. Conocemos los rostros de los perpetradores aunque nunca los hayamos visto. Entendemos que no hay solución. A pesar de todo –o quizás, más bien, por todo–, la pregunta sigue siendo la misma de siempre: ¿se puede hacer algo para evitar ese tipo de acciones?