Editorial
Crisis de autoridad y hartazgo ciudadano
En los últimos dos días se han producido diversos hechos violentos entre civiles y miembros de corporaciones policiacas en Michoacán, Oaxaca y Chiapas. En la primera de esas entidades, habitantes de la comunidad indígena de Tarícuaro, municipio de Nahuatzen, golpearon a dos elementos de la policía que intentaban contener protestas contra un funcionario de la alcaldía local, al que acusan de prepotencia y de quien pedían su cese. En Oaxaca, pobladores de Santa María Temaxcaltepec fueron detenidos por agentes preventivos tras una confrontación con miembros de organizaciones vinculadas con el partido gobernante en ese estado, el Revolucionario Institucional (PRI). En Rómulo Calzada, Chiapas, los pobladores desarmaron y, hasta la noche de ayer, mantenían “retenidos” a elementos de la policía estatal tras un enfrentamiento entre civiles y uniformados que cobró como saldo una persona muerta y varias heridas.
A primera vista, estos hechos pudieran parecer inconexos y poco significativos, pero no lo son. En efecto, este tipo de enfrentamientos –reproducidos, en los últimos años, en casi todo el país– responden a causas distintas y se originan en circunstancias disímiles; sin embargo, todos ellos tienen un denominador común: el hartazgo de la población ante la ineficacia y los abusos de las presuntas fuerzas del orden público, a su vez síntoma de la descomposición y el agotamiento que acusa el modelo de mando-obediencia sobre el cual está fincada la trama estatal.
Ese modelo se encuentra en la base de las teorías del contrato social, y tiene su factor fundamental en la cesión de una parte de las libertades ciudadanas al Estado, a fin de que éste provea bienestar y seguridad a la población. Ello sustenta, entre otras cosas, la caracterización del Estado como detentador del monopolio de la fuerza y hasta de la violencia legítima, pero durante muchos años ese modelo ha sido empleado por las propias autoridades para justificar las relaciones verticales de dominación y la represión violenta de sectores de la ciudadanía que expresan voces disidentes a los designios gubernamentales. Así, los hechos referidos son también botones de muestra de cuán poco representada se ve la población en sus autoridades, paradójicamente en zonas del país donde las condiciones sociales imperantes ameritarían un mayor compromiso de cercanía y solidaridad para con los habitantes.
Por lo demás, las manifestaciones de violencia entre civiles y policías son a su vez síntoma de la desatención que sufren sistemáticamente en nuestro país centenas de expresiones sociales y políticas marginales, que no entran en la agenda de los gobiernos municipales y estatales, ni mucho menos en la federal, y no cobran importancia ante los ojos de la sociedad hasta que estallan en forma violenta.
Finalmente, debe recordarse que por lo general este tipo de conflictos tienden a crecer en magnitud y nivel de conflagración y que sus soluciones tienden a complicarse conforme pasa el tiempo y en la medida en que los gobiernos se empeñan en desoír las demandas ciudadanas, en descalificarlas antes que atenderlas y en apagar las manifestaciones de descontento por medio del uso de la fuerza pública. En los casos comentados, mal harían las autoridades si no mostraran disposición al diálogo y al reconocimiento de quienes, en última instancia, justifican la existencia de su estructura y de sus cargos.