Editorial
Seguridad: gobierno sin rumbo
El asesinato del directivo policial Edgar Eusebio Millán Gómez, perpetrado en esta capital en los primeros minutos de ayer, es el más reciente de una cadena de homicidios de jefes de la Policía Federal Preventiva (PFP) en la ciudad de México: el primero de mayo fue muerto Roberto Velasco Bravo, director de Crimen Organizado de esa corporación, y tres días más tarde fue victimado, en Coyoacán, Aristeo Gómez Martínez, miembro de la Jefatura del Estado Mayor de la PFP, en lo que el titular de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), Genaro García Luna, llamó “un intento de robo”, a pesar de los testimonios en contrario. Unas horas antes del ataque contra Millán Gómez, el agente Martín Vázquez Zermeño, del grupo de inteligencia de la policía de Nezahualcóyotl y enlace con las procuradurías mexiquense y General de la República, sufrió la misma suerte. En lo que va del mes, sólo en Sinaloa han muerto en circunstancias violentas unos 15 agentes, siete de ellos federales.
Más allá de la condena que merecen tales asesinatos, resulta escandaloso, inadmisible y exasperante que a la delincuencia organizada le resulte tan fácil acabar con la vida de integrantes de las corporaciones encargadas de combatirla. A estas alturas, resulta inocultable que las mafias cuentan no sólo con el poder de fuego y el grado de organización necesarios para perpetrar tales crímenes, sino que disponen, además, de información confidencial y precisa sobre sus víctimas. Sería difícil explicar, de otro modo, la agresión contra Millán Gómez, quien fue emboscado en su propio domicilio. A su vez, ese manejo de datos da una idea del grado de infiltración que han logrado las organizaciones delictivas en las instituciones encargadas de preservar la seguridad y procurar justicia y, por extensión, del punto de descomposición al que ha llegado un sector esencial e imprescindible del Estado.
Ha de constatarse, a la luz de los terribles saldos de la “guerra contra la delincuencia” en curso, la improvisación y la falta de claridad con que se emprendió tal estrategia a principios de la presente administración. Es decir, se lanzó a las corporaciones policiales a un choque frontal contra el narcotráfico y otros estamentos de la delincuencia organizada sin haber emprendido en ellas la depuración y la moralización que se requerían, sin haber puesto en práctica planes de inteligencia y contrainteligencia, sin efectuar una ponderación de las dimensiones del fenómeno a erradicar ni del poderío del adversario a vencer. Desde el primer momento, numerosas voces de la escena pública advirtieron sobre los peligros de involucrar al aparato gubernamental en un alarde de fuerza como el emprendido a partir de diciembre de 2006 y el riesgo de que la medida terminara más bien por debilitar al poder público y por fortalecer a la delincuencia a la que se pretendía combatir. Pero tales voces no fueron escuchadas por un gobierno que parecía empecinado en resolver a corto plazo, con una visión simplista, y por medio de la violencia policial y militar, el clima de inseguridad y el quebrantamiento del estado de derecho en extensas regiones del país.
Los resultados de la aventura fortalecen, por desgracia, la idea de que el propósito real de las aparatosas movilizaciones policiaco-militares era marcadamente propagandístico y legitimador, y que el país estaba ante una redición, aumentada y empeorada, del operativo foxista “México seguro”: si éste fue una mera faramalla insustancial y sin grandes consecuencias, como tantas otras de la administración pasada, las acciones de la actual han agitado el avispero de la violencia delictiva y se han traducido en un país mucho más inseguro que el que recibió el gobierno encabezado por Felipe Calderón. Una de las expresiones más escalofriantes de tal violencia es la cacería de mandos policiales por parte de la delincuencia organizada y la incapacidad de las autoridades para proteger a sus propios cuadros, y no se diga para contrarrestar la desoladora desprotección en la que se encuentran los ciudadanos en general.